Capítulo tercero
De la vida del mesón
Número primero
Del mesonero consejero
Octava de pies cortados
Los padres de la Pícara Justi na,
Que fueron en Mansilla mesone ros,
Siendo, como son, padres y ella hi ja,
La enseñan y la dan sanos conse jos.
Como el consejo a gusto no se olvi da,
Estos, por serlo tanto, los retie ne,
Que ya no hay quien se humille a madre o pa dre,
Si no es que al justo con su gusto cua dre.
La primera pluma que se ha ensillado en Castilla para alabar la vida de el mesón será ésta, que tengo pico a viento esperando si viene el arriero del Parnaso y me trae alguna carraca con que hacer la costa de la buena barba de el mesón. ¿No viene?
Jiroblíficos del mesón. Veamos si enristro con algo que de contar sea.
Mesoneros, porque amigos de provisión de grajos en pan.
Ya te veo estar gorjeando por decirme que ninguno de éstos símbolos cuadran con el mesonaje porque ninguna destas aves mesoneras pide dinero de cama ni de posada. ¡Oh, pues si todo lo quieres tan guisado, hazte preñada! Vaya otra.
No se me logra cosa buena que diga del mesón. A esta va, que parece que hago pinicos de jineta, y a cada paso trota el potro. La mayor alabanza que yo hallo del mesón es que no es tan malo como el infierno, porque el infierno tiene las almas por fuerza y para siempre, y con no gastar con los huéspedes un cuarto de carbón, los hace pagar el pato y la posada. Pero el mesón, cuando mucho, es purgatorio de bolsas, y en purgándose las gentes, salen luego de allí, y aun los hace salir.
¡Ah, ah! ¿Es por ahí la grandeza del mesón? ¡Oh, mesón, mesón! Eres esponja de bienes, prueba de magnánimos, escuela de discretos, universidad del mundo, margen de varios ríos, purgatorio de bolsas, cueva encantada, espuela de caminantes, desquiladero apacible, vendimia dulce, y, por decirlo todo, sois tan dichosos los mesones y mesoneros, que tenéis por abogado a mi buen padre Diego Díez y a mi buena madre, ambos mesoneros en la real de Mansilla de las Mulas, cuyos consejos y astucias verás en este número, que, si le lees, no te habrás holgado tanto en toda tu vida después que naciste.
Mi padre y mi madre no quisieron tener oficios tan trafagones como sus antecesores porque, como eran barrigudos, quisieron ganar de comer a pie quedo. Pusieron mesón en Mansilla, que después se llamó de las Mulas por una hazaña mía que tengo escrita abajo. Es pueblo pasajero y de gente llana del reino de León, aunque pese al refrán que dice: amigo de León, tuyo sea, que mío non.
Verdad es que no asentó de todo punto el mesón, hasta que nos vio a sus hijas buenas mozas y recias para servir; que un mesón muele los lomos a una mujer, si no hay quien la ayude a llevar la carga. El día que asentó el mesón, éramos tres hermanas, buenas mozas y de buen fregado, otras tres gracias bien avenidas en lo público, aunque en lo secreto cada cual estornudaba como el humor la ayudaba.
Mis hermanos todos se fueron a romper por el mundo, y asentáronse en la soldadesca. Sólo quedó en casa Nicolasillo, mochacho hábil, que le enviaban por ocho de vino y sisaba doce; era el misterio que vendía el jarro en un cuarto y decía que se le había vertido el vino y quebrado el jarro.
Pero todos estos daños desquitaba mi buen padre con sanos consejos, y tan sanos, que nunca les dolió diente ni muela.
Y porque veas la crianza de mí padre, te quiero contar la plática que nos hizo el día que dedicó su casa a los huéspedes, que es la siguiente:
Hijas: la carta del mesón y la cédula de la postura pública de la cebada esté siempre alta y firme.
La cebada no se mida al ojo, antes el arca en que estuviere esté en otro aposento más adentro del portal, y sea obscuro, y al medir, siempre, la que midiere, vuelva barras a quien la pidiere recado. Las medidas estén siempre dentro del arca, porque mientras os dicen quíteme allá esas pajas, esté la medida conclusa. El rasero no os obligo a tenerle en el arca, que, si hay tiento, el rasero está en la mano.
En año de carestía, ya sabéis que la cebada, si la dais un hervorcito, crece mucho y pierde poco, y aun es de provecho para las bestias que andan lastimadas con tolanos; y quien más medra es la bolsa de el mesonero, si se corre el oficio y no le amarga el caldo del cocimiento.
Cuando el huésped os dijere: Señora huéspeda, ¿qué habrá que comer?, encárgoos, por lo que debéis a la fidelidad de vuestros oficios, que aunque tengáis en casa la cosa, no digáis que la tenéis. Encareced la cura, que para tasar, de las puertas adentro, cada cual es señor de su casa.
Pocas palabras, y cuándo.
Cualquiera demostración que hubiéredes de hacer de alguna gracia, donaire o servicio, sea antes de comer, porque el pasajero todas las células libra en el cambio de la comida y, alzadas las mesas haced cuenta que se alzó el cambio.
Al primero o segundo plato de servicio, tendréis mucha advertencia si hubieren enviado algo a vuestra madre porque si no, tendréis entrada vendiéndola por prefiada antojadiza, que ninguno habrá tan incrédulo que viéndola con tan gran barriga, no lo crea, ni sea tan mal cristiano que, de miedo que no se pierda un alma, no lo haga. Y no reparéis en si os creerán, que con mozas de esperanza no hay quien no tenga fe cuanto y más que encontraréis creederos que os crean, si decís que yo estoy preñado y que de aqueso traigo tan levantado el pecho.
Y porque no os quejéis de que todos los consejos que os he dado son para nobis, oíd: cuando estuviéredes en la mesa delante de los huéspedes, sacaréis de la vuelta del delantal, o de entre corpiño y saya, un mendrugo de pan, o cosa que lo valga, y valdrán harto, que por eso dijo el refrán: el francés, hueso de tocino, y la mesonera, pan en el corpiño. Y sea el pan tan duro y seco, que sólo el verlo provoque a lástima y gana de proveeros de algún socorro y remojar la obra.
En dándoos algo, no aguardéis que segunde, porque se tiene por medio milagro que uno de estos datarios rehaga la chaza. A primer quilmo, recoged la tijera, que no nace lana tan presto. Aprended del gato, que mientras tiene en la mano el primer ratón, no espera segundo hasta orearse un rato. Huid luego; nadie piense que sois alquilonas o que tornastes a censo lo que se os dio de gracia. Ida una, entre otra y haga las mismas diligencias, hasta ver el hondón a todo.
La que quitare la mesa, quítela sin reírse, porque no la hagan fiadora y ejecuten por la que se hizo invisible. Antes, de mi consejo, ha de entrar a quitar la mesa la que menos bien hubiere recebido, y entre rostrituerta y ceñuda que unos pensarán que lo hace de celos, otros que de envidia, otros que de hambre, otros que de indispuesta, lo cual, como decía un discreto, la obscuridad de que se hace boca de lobo.
Déjelo ahí, señor galán, en esa mesa, y presto, que me quiero ir a comer, y de camino lo daré a un pobre.
Y al alzar la mesa, revuélvalo con los manteles, que de derecho toda sobra es sombra que sigue al cuerpo del mantel. Ademán es éste tan eficaz, que muchos, por no ser notados de mezquinos, dejan emboscar en los manteles el pan entero, el pedazo de queso, tocino, conserva, etc.
Alzada la mesa, suelen los huéspedes chorrear de rebalsa gracias excusadas, pretendiendo evaporar la comida a costa de una pobreta. Este es el Magallanes en que suele haber naufragio. ¡Hola, avisón! Huid evaporaciones de sobrecomida.
¡Nicolasillo, Nicolasillo!
Que como los Nicolases son obligados de la castidad, proveerá Dios de que os oya yo. Demás de que yo siempre estoy cerca de mi casa, y al primer vocear vendré, como que me vengo a mi casa o a lo que Dios me diere a mí de gracia y a ellos de pena. Veréisme que entro más sesgo que si me hubiera desayunado con seis palmos de garrote, más severo que un Cid y más grave que el conde Fernán González.
Encárgoos mucho que todo lo que entrare en vuestra casa lo honréis mucho; no digo a los hombres, que en eso bailaréis al son y haréis conforme a los méritos de cada cual, que de los hombres no hay que tener pena, pues cada cual tiene boca alquilada y pagada para alabarse a sí.
A lo que empanáredes, hacelde el vestido holgado para que crezca, que si no creciere será por su culpa, y con eso podréis vosotras decir que es la trucha tan grande como parece. Que estos yertos son como los de los médicos, y aun mejores, que aquéllos los cubre la tierra y a éstos el pan, que es cara de Dios, como dicen los niños.
Nunca digáis que vuestra ropa no es limpia, que en España es cosa afrentosa. Y para vencer tretas de huéspedes que, para ver si la sábana está limpia, miran si está tiesa o sin arrugas, si cruje o no, como si hubiéramos de almidonar las sábanas, para esto, lo que habéis de hacer es rociarlas y emprensarlas, que con esto podréis hacer información que son limpias de todos cuatro costados.
De día, yo os doy licencia que vais por vino y por recado a partes públicas. Y no sea como una criada que tuve, que la enviaba por pasteles y iba por ellos a los centenos, y si la reñía, me respondía: ¡Eso merece quien se ha tardado por traer bien hojaldrada la cosa y la carne aperdigada!
Y vez hubo que la di un real de a cuatro para que trajese para comer lo que le pareciese, y trájolo todo de ñésferos. Reñíla. Díjela, qué comida era aquella. Respondió:
¿Él no me dijo que trajese lo que mejor me pareciese?, pues esto es lo que mejor me pareció.
Tened mejor ojo que esta bobitonta.
Que es buena treta, la cual llamaba un pariente mío la treta del atambor, porque los huéspedes, parte por vergüenza de ver gran jarro, parte porque no piensen que son mezquinos y acreditarse de liberales, envían por más vino del que han menester. Y hacen bien que, si el vino es bueno, jamás se pierde, y aunque sea malo, sirve para lechugas.
Tampoco se os olvide que nunca falte una de vosotras a la puerta, bien compuesta y arreada, que una moza a la puerta de mesón sirve de tablilla y altabaque, en especial si es de noche y junto a la cancela.
En lo que no habéis de perder punto es cuando les oyéredes boquear a los huéspedes que quieren jugar, porque esto es una mina. Con tres us, decía un tío mío, mesonero de Arévalo, que se enriquecían los mesones, y eran las us, uelas, uarato, uarajas.
¿Qué os parece de la respuesta? Pues yo fui el responsorio.
Atento eso, no quitéis a nadie su derecho. Jueguen todos con unos mismos naipes, mientras no se mandare que los ilustres y señores vasallos paguen ocho reales por cada baraja y los pobres dos reales.
Por aquí sacarás, lector benevirlo, digo, benévolo, la discreción de mi padre, su erudición y maestría. Bien le llamaron a él Diego Díez; Diego Diez mil le pudieran llamar, pues en sólo él había la estucia y saber que pudiera hacer famosos a diez mil, y le pudieran cantar las mozas del mesón el cantar de Carmona, que dice: «Más valéis vos, Diego Gil, que otros cien mil.»
Aprovechamiento |
Hay mesoneros tan mal inclinados y disolutos, que hallarás en sus casas aposentados más vicios que personas. En ellas se aposenta la codicia, la sensualidad, el ocio, la parlería y el engaño, y, sobre todo, el mal ejemplo y libertad, lo cual es causa de gran perdición en la república cristiana.
Número segundo
De la mesonera astuta
Redondillas de pies cortados
Nunca de rabo de puer,
Se pudo hacer buen viro,
Ni para vihuela, cuer
De palo, leña o garro.
Cual el árbol, tal la fru,
Pu la ma y pu la hi,
Pu la man que las cobi,
Y el pobre yerno cornu.
Ya que sabes quién fue Fernando, no puedo absconderte a Isabel. Yo, hermano lector, ya adivino que en oyendo quién fue mi madre, te has de santiguar de mí como de la Bermuda. ¿Qué quieres? Diérasme tú otro molde, y saliera yo más amoldada. Soy fruta de aquel árbol y terrón de aquella vena. ¿Qué me pides?
Escucha, y oirás las hazañas de otra Celestina a lo mecánico.
Mi madre era menos boquipanda que su matrimonio. Todos los recados que nos enviaba eran con las dos niñas de sus ojos, los cuales traía siempre a puntería de bodocazos. Era por extremo imaginativa. Nuestros pensamientos eran su melonar, y siempre calaba melones. Decía que nos quería como a los ojos. Y para untarme el casco, me decía:
A tus hermanos quiérolos como a los ojos de la puente, y a ti como a los de la cara.
Oyólo una hermana mía cierta vez, y dijo:
Pagadas estamos, madre, que no faltarán ojos que sean tan cosa de aire, a cuyo amor la compare.
Entonces ella, que era astuta, dijo:
Calla, boba, que quien pasa por un río, tanto quiere que la puente tenga los ojos en pie, como que lo estén los de su cara, pues le va la vida.
Con esto nos dejó contentas.
La verdad es que me quería mucho, y debíamelo, que le presté mucha masa en que empanar secretos tan graves, que el menor que mi padre husmeara la despernara, y quizá, si esto hiciera, acertara con el malhechor. Mas Dios me libre que yo sea como otras, que en haciéndose preñadas de un secreto, luego enferman de vómitos.
Era muy caritativa, tanto, que quitaba la comida de la boca para dar a quien nunca vio ni esperaba dél hazas ni viñas. Verdad es que lo daba pagándoselo, y que lo que valía cuatro vendía en cuarenta, pero todo es contar por cuatros.
Muy de ordinario nos decía que la mejor provisión que podíamos hacer era de palominos empanados, porque lo uno es carne dura, y lo otro, puestos en pan, son tan grandes como los hace quien los vende. Que las empanadoras somos de la calidad de los reyes, que en haciendo cubrir una cosa, la damos título de grande.
¡Válganos el diablo! ¿Tiene mi padre cada día una burra que pesar?
Aquellos son hurtos bobos y peso de muchos pesares, que una burra hay muchos que la conocen tan bien como a la madre que los parió, pero un grajo, después de pelado y metido en la ataúd, el diablo que conozca si es palomino, o cernícalo, o pito, o cualque cosi.
Gran mujer de pedir prestada a una bestia la mitad de la ración y darle una libranza para el primer mesón.
Era tan compasiva de los pobres, que a ninguno recebía, sólo por no le ver malpasar en su mesón por falta de dinero, que quisiera ella que cuantos entraban en su casa les diera Dios mucha hacienda y con qué hacer mercedes.
En su vida aderezó comida que no cobrase pasaporte, ni armó ave caballera en asador que, demás de sacarle la quinta esencia en forma de pringue para tostas, no le hiciese la salva, por tratarla como a caballera. Y para excusar las mermas y alcabalas que por su propia authoridad cobraba de todas las cosas asadas, usaba donosas tretas, las cuales, cuando nos las platicaba, decía que era la lectión de la confusa.
Mirad, hijas, una cazuela es excusa barajas, porque como allí se mete todo confuso, hueso y pulpa, viene a tener verdad el refrán viejo, que a río vuelto, ganancia de pescadores y pescadoras. Y, creedme, que los huéspedes se obligan mucho y dan de sí más que calza de aguja, si ven que las mesoneras les guardan el aire al apetito del comer. Pongo caso, hijas, que vaya mal guisado, que así ha de ser siempre); luego dicen:
Y luego les veréis esquilar, diciendo: ¡Señora María, señora María! que no hay huésped que no llame María a toda moza de mesón, como si todas nacieran la mañana de las tres Marías.
O si no, dicen: ¡Señora hermosa!
Que, como dijo el otro, para que una vieja sea moza, no hay otro remedio mejor que ser mesonera o ajusticiada, porque a la del mesón no hay pasajero que no diga:
¡Hola, señora hermosa!
Y si a una mujer la sacan a justiciar, luego dicen:
¡La más linda mujer y de más bellas carnes que se vio jamás!
Así que, señora María, alcance de su guisado, que está como de su mano.
Aquí haya gran advertencia, que la tal moza, en tal caso, ha de hablar como inocente y vergonzosa, diciendo: En verdad, que compré por amor de sus mercedes un ochavo de especias y un maravedí de vinagre y ajos, para que la cazuela sabiese bien a sus mercedes, y dejé en prendas la mi sortija de plata, que no tengo otra.
Y tras esto, hijitas, un reverencia, que estáis a pique de que, si es hombre liberal, os dé una buena pieza en pago del empeño de vuestra sortija y sin haber enajenado ni perdido nada.
No acabara hoy si te contara por extenso sus tretas. Concluyo con decirte que para abrasar la casa, le sobraban dos hervorcitos de imaginación, y para hacernos perder pie a todos, no había menester echar toda la presa. Con todo eso, decía de mí:
Justinica, tú serás flor de tu linaje, que cuando a mí me deslumbras, a más de cuatro encandilarás.
Y por verme tan bien aplicada, y por las buenas muestras que siempre di, gustaba mucho de platicarme todos estos ejercicios que he referido y otros que callo.
Estos trastos heredé de mi madre, sin quedar cachibacho que no me traspalase. ¿Qué quieres? Quien da lo que tiene, no debe nada, y quien enseña lo que sabe, menos.
Las águilas enseñan a sus hijos a que miren el sol de hito en hito, porque como nacen con los ojos húmedos y tiernos, pretenden que el sol se los deseque y aclare, para que vean la caza de lejos y se abalancen a ella, por ser esta propriedad única del águila, la cual, desde lo altísimo de las nubes, ve al cordero en la tierra y los peces en el agua de los profundos ríos, y bajando con la furia de un rayo, divide con las alas el agua y saca los peces del abismo.
Así, puedo decir, en esta materia era mi madre un águila, pues aclaró mis tiernos ojos para considerar la caza desde lejos y saberla sacar, aunque más encubierta estuviese en un mar de dificultades. Verdad es que yo no había menester mucho apetite, ni me costó muchos pellizcos el aprender, en lo cual hice ventaja a los aguilochos, y grande, porque ellos son lerdos y tan perezosos, que es necesario que la madre, a punzadas y herronadas los saque del nido, y aun a veces los cuelga de las uñas y los hace mirar por fuerza al sol. Y por eso fingieron los poetas que en el general repartimiento de los oficios, el águila se inclinó a ser ballestera, y tiraba al sol bodocazos y no erraba tiro.
La paloma enseña a sus pichones a barrer y limpiar el nido, porque no es puerca como la oropéndola que, teniendo doradas plumas, tiene enlodado el nido, lo cual es símbolo de las mujeres, las cuales salen a vistas vestidas de oro y dejan un aposento más sucio que una letrina. Pues ¿qué mucho que la palomita de mi madre me enseñase a barrer y limpiar, no sólo la casa, pero las bolsas y alforjas de los recueros y aceiteros, que son más sucias que ojos de médico y nidos de oropéndola?
Pero mis padres no sabían otros jiroblíficos, sino jacarandina, ni otras sciencias, sino conjugar a rapio rapis por meus, mea meum. ¿De qué te espantas? Oye un cuento a propósito.
Cierto soldado quiso ganar de comer a poca costa, y para esto se puso a lo escolástico, aunque algo bastardillo, un bonete algo lardosillo y muy metido hasta la cóncava; un cuello sólo asomado, aunque pespuntado de grasa; una cara a humo muerto, un sayo sayón, un ferreruelo largo y angosto como cédula de sacar prendas, unas calzas que se reían del tiempo, un zapato empanado, un andar de Pero Hernández, un mirar de brujulistas, un meterse de hombros como concomido; una voz modesta y baja, aunque tenía el bellacón más chorro que un pollino; y un cuello torcido, como remate de cuchar; otro segundo Pavón, de quien te daré noticia después de andadas algunas millas desta historia.
Mire, padre, que le encargo este mochacho, que es travieso, para que le imponga. No sepa cosa buena que no se la enseñe.
El dómine ayo se lo prometió así, y cumpliólo. El ayo, a tercer día, comenzó a leer la cartilla a su alumno, y díjole:
Mocito, ¿él piensa que yo soy alguno de los siete de Grecia? Engáñase. ¿Piensa que es todo oro lo que reluce? Engáñase. ¿Piensa que hace el hábito al mono? Engáñase. ¿Piensa que soy quien piensa? Engáñase. ¡Vive Cristobalillo!, que aunque le quiera enseñar cosa buena, yo no sé otra, sino dos: una de guerra y otra de paz. De paz, es un boquivuelto, y ver si pinta, y hago a todos tope donde topare. Y por más señas, ve aquí la baraja. Lo de guerra, otro que tal: tome esa espada, uñas arriba, punta al ojo, el pie siga a la cara.
Medró tan bien el caballerito, que, a pocos días andados, se fueron ambos a Sevilla, y en el camino comieron lo que hurtaron, y en llegando a Sevilla, hurtaron lo que comieron. Este fue el bellacón por quien se inventó el entremés que dicen: no le enseñaba a matar, sino a ser el obediente Isaac.
Así que, hermano lector, cada cual enseña lo que sabe, aunque no todos saben lo que enseñan.
Aprovechamiento |
Podráse decir de algunas madres tiempo que son para sus hijas más crueles que avestruces, y que las que por naturaleza y obligación debían ser misericordiosas, comen y cuecen sus hijos, como dijo Jeremías. Porque, ¿qué más proprio cocer y tragar sus hijos puede haber que cocerlos en maldades y aprender en ellos el fuego del pecado y deshacer sus almas con ruines consejos y ejemplos?
Número tercero
De la muerte de los mesoneros
Sextillas
Diego Díez desafió
A romance y a latín
A la muerte; ella venció
Y al Diego Diez le metió
En un medio celemín,
Con que vencido quedó.
La mujer del mesonero
Sustituyó el batallón,
Mas también la dio tapón,
Porque la atestó el garguero
Con longaniza y carnero,
Y así triumphó del mesón.
Siempre oí pregonar que las gentes como viven, mueren, salvo que viven con aire y mueren sin él; y que como pecan, penan, salvo que el gusto del pecar es enano y las penas del hogar son gigantas. Callo la historia de la perra y aperreada Jezabel y otros cuentos de las historias sacras, de hombres cuyos verdugos fueron sus mismos gustos, que en chapines de tan altos cuentos no me atrevo a andar sin caer.
Ahí está Diomedes, rey de Tracia, que fiará y abonará mi intento, pues él usó engordar sus caballos con carnes de reyes vencidos, y Hércules, con las suyas, dio un buen día a sus perros. También me fiará mi camarada Herodías que, por saltar y bailar sin estorbo, mandó cortar una cabeza y, después de cortada, punzó rabiosamente con un alfiler largo la lengua difunta; pero también ella murió bailando, y la hundió y cortó la cabeza un carámbano sobre quien andaba danzando.
Mi padre, en lo que siempre ponía mucho cuidado, era en esto de echar polvoraduque de granzones al medir la cebada, según y como nos lo notificó el día de la erección mesonil.
Al caballero se le echaba bien de ver que era noble y principal, pues no hubo bien mi padre caído en el suelo, cuando le pidió perdón y le dijo que no lo decía por tanto, y otros cumplimientos muy de cortesano.
¿Mano de mortero a mí para caer, hidarruín? ¿He yo menester mano de mortero ni otro apetite semejante para rodar cincuenta pasos de una escalera?
Con esta buena relación que dimos de nuestro padre, nos dejó la justicia.
Amortajámosle. Pusímosle en el aposento del horno, porque ya que no estuviese honradamente, estuviese hornadamente. Sobre el amortajarle hubimos palabras yo y mi madre, porque me dio una mortaja vergonzosilla que, por ir rota a ciertas partes y vérsele el cuerpo a tarazones, algunos pensaron que habíamos enterrado a mi padre con el rasero en la mano, en memoria de lo que había ganado con el medio celemín, y por tener de sobra los raseros.
¡Tontos! ¡Por cierto, sí! ¡Las ganancias del Cid! Si supieran la buena obra que le había hecho el medio, no pensaran que le habíamos enterrado con el rasero. ¡Necios! ¡Mirad qué bastón de capitán, para antojárseles que le enterrábamos con él en la mano, sino un rasero negro y carcomido! Si mi madre en dar mortaja no anduviera tan medida, nadie saliera della en maliciar lo del rasero.
Tratamos de enlutarnos; y sí hiciéramos, sino que mi madre echó de ver que no habría luto que le viniese bien, porque era muy gorda, y así se puso a la malicia el luto. Aquella tarde toda no quisimos recebir pésames de nadie, porque dijo mi señora madre:
Aún ahora mi marido está en casa, no quiero pésames.
Cerramos nuestra puerta, como gente recogida, y aunque quisimos velar al difunto, no pudimos, porque el ratiño de Portalegre, en viendo cerrar las puertas, nos convidó a una muy buena cena. Mi madre, como estábamos a puerta cerrada y sin nota, aceptó el convite. Verdad es que le dijo:
Señor, somos muchas. O todas, o ninguna.
El caballero hizo a todas. Era honrado.
Fuímonos. Dejamos en guarda de mi señor padre un perrillo que teníamos. Linda pieza, valía por seis hombres, y así, nos pareció que para guarda aquello era lo que hacía al caso, que para lo que es responsos y oraciones, las de sobremesa habían de ser todas suyas.
Y, pardiez, dióle de tajo y destajóle el cuerpo y cara, de modo que no le conociera el mismo diablo con ser su camarada.
Cuando yo llegué y vi al perro harto de carne de mesonero, y la cara de mi padre tan descarada, y el cuerpo tan emperrado, dióme lástima, y aun yo creyera que la tenía mi madre, si no la oyera decir:
¡Valga el diablo tanto muerto! ¿Dónde tengo yo ahora aquí hilo y aguja para andar a coser muertos?
Por ahí lo remendamos, aunque mal. Lo que es la carne no tuvo remiendo. Yo quisiera quitar unos pedazos de carne a un tabernero vecino, pero como mi padre era mesonero, no venía bien remendarlo con carne de tabernero, que es remendar paño de Londres con sayal.
Con esto, determinamos enterrarle muy en haz y en paz. Mi madre no chistó más que si ella fuera la muerta, y aun el caballero la dijo que si hablaba, la acusaría de que había echado a su marido a los perros. Era discreta, vio lo que le convenía. ¿Qué le había, ni qué habíamos de hacer? Ya era muerto, lo perdido no era mucho, lo que él había de hacer en casa nosotras lo sabíamos de coro, y aún mi madre vivía de sobra. Aquel señor era comedido, mi padre le dio la ocasión. Cuando le pidiéramos la muerte, sólo fuera enriquecer justicias y empobrecernos nosotras, y perder los patacones que nos dio bueno a bueno, sin pleitos ni barajas. ¿Qué había que hacer sino pedir a la tierra que, pues cubre tantos yertos de médico y purga, cubriese uno de un caballero y un medio celemín?
En el entierro no lloramos mucho, que no llevamos palabras hechas. Mi madre era muy ojienjuta, y nosotras no podíamos llorar si no era comenzando madre y yendo arreo; y aunque comenzara, no sé si pudiéramos seguir la corriente de sus lágrimas, porque íbamos muy ocupadas en mirar no hiciesen rabos los mantos, que era invierno y los habíamos de tornar a sus dueños en acabándose la tragedia. A lo menos, no enterré yo así a mis dos maridos. Veráslo.
Una verdad no podré negar, y es que, cuando me mandaron enlutar, me holgué como los niños cuando los mandan poner calzones nuevos. Mis hermanas lo mismo. Y sucedió que, a un mismo tiempo, tuvimos gana de ver al espejo cómo nos estaba el luto y qué pantorrilla nos hacía. Mas por haber gente delante, y unas de empacho de otras, no osábamos descubrirnos ni salir a mirarnos en él. Pero como todas éramos chimeristas, cada cual dio su traza para mirarse al espejo.
Una, la más boba, dijo:
Quiero poner ese espejo a la boca de padre, por ver si echa vaho y cubre el espejo.
¡Qué aliño para quien, sobre muerto, estaba atenazado con dientes de perro! No se admitió su voto, ni sirvió de más que de desenlutar un poco mi risa.
Otra, algo más hábil, dijo:
Quiero ver si está firme el clavo espejo, porque como entran tantos, no entre alguno que le derribe.
Mas yo dije:
Mostrádmele acá, que en día de mortuorio no parece bien espejo aquí, quiéromele guardar en el arca.
Mi madre dio su alcaldada, y le pidió para ver si le habíamos quebrado, y con este achaque se miró a su sabor y me le dio, diciendo:
Toma, Justina, guárdale, que ya de poco servirá en esta casa.
De modo que, cada cual por su camino, dio un golpe al espejo, según los méritos de su discreción, y consiguió su gusto.
En fin, llevámosle a la Iglesia. A fe que, si él fuera por su pie, no llegara tan presto a ella.
Redondilla |
Que a Diego Díez, mesonero,
Le acabe un medio, es muy justo,
Que en medio del summo gusto,
Pide allí la muerte el fuero.
Glosa |
Un ratiño caballero,
Con un medio que arrojó,
Dio tal golpe a un mesonero,
Que fue el primero y postrero
Que en el medio el fin halló.
Prescrito ha la muerte un fuero.
Que a cuantos lleva y da fin
Los lleva por un rasero,
Mas no por el celemín
Que a Diego Díez, mesonero.
Mas hay ley que a yerro muera
El que con yerro mató,
Y es regla muy verdadera,
Que le miden a quienquiera
Por el medio que midió.
Y así, no te cause susto
Que a Diez un medio mató,
Ni digas que es caso injusto,
Que a quien por medio pecó,
Le acabe un medio, es muy justo.
¡Oh cierto y incierto fin!
¡Quién pudiera imaginar
Que te había de encontrar
Debajo de un celemín,
A la puerta de un pajar!
No me admira que se muera
En su cólera el adusto
O en medio de un gran disgusto;
Lo que pasmará a quienquiera
Que en medio del sumo gusto.
Muerte, llévente los diablos.
¿Somos aquí rocines,
Que con medios celemines,
Nos dejas por los establos
Echos unos matachines?
Quien por ventas y mesones
Gastare, de hoy más, dinero,
Será muy gran majadero,
Sabiendo que con traiciones
Pide allí la muerte el fuero.
Yo no sé glosar, mas, a tino, me parece que mi padre, según era de resabido, debió de desafiar la muerte, y ella, por ganar honra en sacar del mundo a un hombre tan arraigado en él, le quiso meter en un medio celemín, porque se dijese della que sabe tanto, que supo meter a un mesonero en un medio celemín. Y no dudo, sino que, viendo mi madre vencido a su marido, quiso ella salir a vengar los cuernos y vencerla a bachillerías. Mas la muerte le dio tapaboca y aun tapagarguelo. Y, si quieres saber el cómo, oye.
Mi madre era muy devota de cosa de asador, en especial era perdida por cosa de longaniza y solomo. Sucedió, pues, que una noche, viendo que ciertos pedazos de longaniza medio asada pasaban carrera en la plaza de una chiminea, y, a caballo en su asador, corrían parejas con otra cuadrilla de pedazos de pierna de carnero, les mandó que, vista la presente, se apeasen del asador.
Lloraban los pobretos tanto, que por pocas apagaran el fuego a puro llorar, y ponían los suspiros en lo alto del cañón de la chiminea. Derretíanse de puro miedo, y siempre apellidando por sus amos. Pero el tocinero era de la condición del rey, que donde no está no parece, y así no pudieron ser socorridos de su amo.
Ella, vista su rebeldía, embiste con ellos, derríbalos del caballo, y así como estaban, metió la mayor parte dellos en la cárcel del estómago, y a los otros les temblaba la contera. Ella, que estaba encarnizada, bebida y embebida, vele aquí el tocinero que venía en favor de gente. Ella, por no ser sentida, metió sin mazcar más de dos varas de longaniza, repartida en cuadrillas, aunque mal ordenadas y peor mazcadas. Y como toda esta gente entró tan aprisa por el postiguillo del gaznate y sin avisar a la mucha gente que había dentro que se arredrase, pardiez, atoró la cuadrilla de longaniza de modo que ni podía pasar atrás ni adelante, ni ella hablar ni respirar, porque estaba atacada hasta la gola.
Entró el tocinero y pedíale razón de sí y de su gente, mas a esotra puerta, que aquella estaba cerrada de longaniza. Y lo lindo era que demás de estar relleno el gaznate, le sobraba fuera de la boca un pedazo de longaniza, que a unos parecía sierpe de armas con la lengua fuera; a otros, ahorcada; a otros, bota con llave; a otros, garguelo con rabo; a otros, que era boca recién nacida sin ombligo cortado; a otros, tropelista con trenzas en la boca; a otros, culebra a boca de vivar. Sólo al tocinero, que le dolían, le parecía emboscada de enemigos y cueva de ladrones y, en fin, le parecía sepultura de su longaniza.
Pedimos favor para que aquella longaniza desocupase el paso. Los criados del tocinero, enojados del tuerto que se había hecho a su amo y del derecho que a ellos se les había quitado, iban a emboscarla el asador por el gaznate y, el más propicio, le metió la punta de un cuerno albar con que la maltrató no poco. En fin, quedó tan lisiada, que de harta y atormentada, de asada y asadorada, la dio dentro de cuatro horas una apoplejía que la asó el ánima y la sacó de este mundo malo, sin llevar más subsidio que la longaniza en la boca. Espantóme, a manera de decir, cómo pudo tan presto salir el ánima por un garguero tan acuñado.
Lloré la muerte de mamá algo, no mucho, porque si ella tenía tapón en el gaznate, yo le tenía en los ojos y no podían salir las lágrimas. Y hay veces que, aunque un hombre se sangre de la vena cebollera, no quiere salir gota de agua por los ojos, que las lágrimas andan con los tiempos, y aquél debía de ser estío de lágrimas, y aun podré decir que unas lagrimitas que se me rezumaron salían a tragantones. ¿Qué mucho? Vía que ya yo me podía criar sin madre y también que ella me dejó enseñada desde el mortuorio de mi padre a hacer entierros enjutos y de poca costa.
Pues a fe, que del trapo que sobró a la mortaja, de puro cumplida, no se pudieran hacer muchas balas de papel ni muchas encamisadas.
Que eran dos bordones que ella tenía muy ordinario.
Cierto que, cuando la estábamos amortajando, la miraba a los ojos y me parecía que me hablaba con ellos tanto y tan a menudo, que el encaje dellos parecía jaula de papagayo, y no se me pudiera quitar el miedo y temor, sino que mirando cuán calafateado tenía el gaznate, se echaba de ver que era muerte de a mazo y escoplo.
Mis hermanas también lloraron sus sorbitos, pero siempre guardándome la antigüedad en que yo jugase de mano y llorase la primera. Y todo con mucho decoro porque cuando la una lloraba, callaba la otra, que era para alabar a Dios oír el concierto de nuestro lloro.
Lo que más sentí fue que quedó oliendo la casa a longaniza por más de seis meses, y el que guardaba los ataúdes se quejaba de lo mismo, porque según dijeron los que la llevaron a hombros, yendo allí, dio la cuerda y la longaniza, y fue tanta, que parecían trenzas de tropelista. Yo me espanto de mi madre que quisiese dejar acá aquella longaniza y no la enterrar en sagrado, como hizo el Cid con su querido Babieca.
Misas no le dijimos muchas. Éramos tan bobas, que pensábamos que todos los niños de la doctrina a quien diésemos pan decían misas por ella, y repartimos una hogaza entre más de mil dellos que vinieron de diversas partes, y con esto hacíamos cuenta que la habíamos hecho decir de mil misas arriba. No le dijimos otra. Del dinero que había en casa, no osamos gastar nada en cosa de Iglesia, porque como no era muy bien ganado, temimos no se nos dijese que hurtábamos el puerco y dábamos los pies por Dios, y por no dar a Dios cosa mal ganada y ajena, retuvimos el dinero.
El llorar de veras fue cuando vinieron de Italia mis hermanos, rompidos de vestido y de vergüenza, y, sin ninguna, nos tomaron a mí y a mis hermanas los cetros del imperio, que eran las llaves de casa, y nos ganzuaron arcas y buchetas. Trepaban por las paredes a los socarrenes y desvanes con el orgullo que si entraran la Goleta, y todo por ver si había emboscada alguna pecunia, para lo cual no tuvimos otra defensa ni remedio, sino soltar la rienda al lloro y madurar los tragantones pasados.
Contentárame que mis hermanas lo fueran mías, mas estaba de Dios que yo había de salir de Mansilla sin raíces, y así me dejaron, y nunca comimos buenas migas. Verlo has en el segundo libro, si allá llegamos.
La moza del mesón, esto es en conclusión: en andar, gonce; en pedir, pobre; de día, borrega; de noche, mega; en prometer, larga; en cumplir, manca; antes de mesa, perrilla; después de mesa, grifa; en enredos, hilo portugués; al fallo, puerco montés; lo empeñado, todo; lo vendido, nada o poco; una alforja de bailar y otra de trabajar; en la bolsa, munición; en la cara, siempre unción; cumplir con todos, amistad con los más bobos; lo pagado, pase; lo rogado, no vale; de ordinario alegría y siempre tapagija, y aires bola, y a Dios que esquilan, que con decir viene mamá y rascar la cofia se avientan los nublados, y no debo más.
Querría pedir a sus mercedes una licencia, y es para ser un poquito cuerda y durar como de lana, para enjaguarme los dientes con una consideración que me brinca en el colodrillo por salir a danzar en la boca a ringla con los dieciocho. Ya soy cuerda, dure lo que durare.
Créanme que a veces me paro a imaginar que si fuera verdad que las almas se trasiegan de cuerpo a cuerpo, como dijeron ciertos philósofos bodegueros, sin duda creyera de mí que tenía a meses las almas de padre y madre.
Acuérdate, hombre, que eres ceniza.
Mas no voy a eso, que cuando yo me hubiera de meter a predicadera de los encenizados, no me faltara qué decir, aunque no fuera sino lo que oí a un predicador que predicaba coplas desleídas, y viniendo a tratar del Evangelio de aquel día, dijo:
Hermanas, el Evangelio que se ha cantado en la misa de hoy dice que el día que ayunáredes untéis la cabeza y lavéis la cara, mas vosotras las mujeres, como en todo andáis al revés, hacéis esto a la trocadilla, que untáis las caras y laváis las cabezas.
No me descontentó el puntillo de este padre ceniciento, porque valía cualquier dinero para si yo fuera quien le predicara, o para él, si el sermón fuera en la ronda, o entre las cercas, o en la lumbre asando castañas. Mas en el púlpito, pardiez que fue una de las catorce. Por otra parte, no me espanto, que quizá lo halló aquel bendito escrito en algún cartapacio de alquiler y se le dieron con condición que lo dijese todo como en ello se contenía, y emborrólo; o quizá de puro respeto o de vergüenza. También le excuso por, ignorante, pero no de ser ignorante. Pero, ¿quién me hace a mí portazguera de púlpito ni alcabalera de echacuervos? Mas no importa, que las necias, digo, las mujeres, siempre tenemos pagado el alquiler de los cascabeles para entrar en esta danza.
Pero cierto que no iba a decir nada desto de prédicas, sino que se atravesó el acho y birléle.
A fe, que he estirado bien la cuerda del ser cuerda. Ya bostezo. ¡Jesús, mis brazos! Entumida estoy, cansada estoy de tanto asiento y enfadada de tanto seso. Ahora digo que no hay mayor trabajo que obligase un hombre a hablar en seso media hora.
Aprovechamiento |
No dice mal esta libre mujer en que todas las cosas tornan a su principio, pero es culpable ella y otras de su jaez en no inferir punto que, pues el nuestro fue tierra, polvo y ceniza, obremos como quien teme al que puso al hombre este fin y paradero, y como quien agradece el haber salido de tal principio, y como quien ha de volver a Dios, que es universal principio.