Libro secundo, Capítulo segundo


Capítulo segundo
 
De la bigornia burlada
 
Número primero
 
De la entretenedora astuta
 

Rima doble

 

Después que la carreta apresurada

Quedó emboscada y lejos de la gente,

La Bigornia insolente alborozada

Saltó en una llanada, y su regente

Quedó muy prepotente en la emboscada.

Vióse Justina apretada, y de repente

Pensó tan conveniente modo y traza,

Que el carro le sirvió de red de caza.

 

Después que salí, o, por mejor decir, me llevaron por mar en carreta, metida como carne de pepitoria entre cabezas y pies, y ya después que la noche puso al sol el papahígo para que, o durmiese, o fuese de ronda a visitar los antípodas, dejando a Delio su tenencia, pararon en una llanada que estaba poco más adelante de un bosque que les servía de trinchea y emboscada. Al parar, vieras llover tanto del jo sobre las mulas, que se te amulara el alma. ¡Dolor de quien temía que querían desquitar los jos de la mula con los artes de su persona! Tras esto, saltó en la llanada la insolente Bigornia con gran alborozo y algazara, diciendo todos: —¡Víctor la secretaria del señor obispo!

Y para aperdigarme para el oficio, me dejaron sola con el obispote.

Miren qué aliño para una pobre dieciochena, que era niña y manceba y nunca en tal se vio. Temblábanme las carnes de miedo, y aunque para él eran mis temores trémoles de bandera en coyuntura de asalto, con todo eso, se detuvo y dijo:

—Justina, ¿de qué temes? ¿Aquí no estoy yo? ¿No estás conmigo?

¡Ay, hermano letor, mira con quién, para consolarme con decir: no estás conmigo! ¡Qué Faltiel para Muchol! ¡Qué Absalón en guarda de Tamar, sino un obispo de la Bigornia y capataz de la bellacada!

Pero bien dicen que la apretura y estrecheza en que se ve un entendimiento es la rueda en que cobra filos, pues en viéndome en este nuevo estrecho de Magallanes, comencé a dar en el punto de la dificultad, y lo primero en que me resolví fue en entretener agudamente toda aquella noche el obispote, para que no corriesen sus gustos por mi cuenta, dado que él pensaba rematar cuentas del pie a la mano. Valióme mi ingenio; a él le doy gracias, que por su industria embalsamé mi cuerpo y le libré de corrupción y del poder de aquella fantasma eclesiástíca y del incendio que ya me tenía tan socarrada como socarretada. Demás de que mi ganancia no fue de las de tres al cuarto, pues, como verás, de los despojos de mi victoria quedé tan aforrada de capas, sombreros, ligas, ceñidores etc., que pudiera poner en campaña sombrerados, ligados, ceñidos y capados otros ocho capigorrones tan grandes bellacos como éstos, que quisieron en tan breve tiempo dar a la enterísima Justina el ditado de Barca Rota.

Oyan, pues, mi traza; escuchen la victoria alcanzada de una invencible novicia, no con más soldados que sus pensamientos ni con más fuerza que sus trazas, y con tan buen modo, que quizá si algunas le usaran, sonaran menos sus voces y más su fama.

Luego que me vi a solas con este sireno de carreta y vi que con la una mano me tenía echado un puntal al cuerpo, como hacen al árbol cuya fruta está a pique de caerse, compré una libra de Roldán por dos arrobas de dolor de estómago, y con ella desleída en lágrimas, jalbegué mi cara, la cual quedó tan arroldanada, que hiciera temer al mismo Almanzor si estuviera en la carreta, y con buen tono, fablé así:

—Ea, picarón de sobremarca, obispo de trasgos y trasgo de obispos; él no debe de haber medido los puntos del humor que calzo, no me ha pergeniado, que a pergeniarme bien aún fuera Bercebú. Amanse el trote y el trato, que el que por ahora usa es para motolitas que no saben de carro y toda broza, que las de mi calimbo saben hacer de una cara, dos, y en caso de visita, saben dar a un obispo cardenales que le acompañen sin perderle de vista.

Como el bellacón oyó que yo le hablaba a lo de venta y monte, y que yo había tomado el adobo de la lampa que él practicaba en parte le pesó, por ver que no podía sentenciarse de remate su pleito en tan breve término como él pensaba, y en parte se le alegró la pajarilla, viendo que había encontrado horma de su zapato. Con esto, deshizo la mamona, y mirándome de otra guisa, con más respecto y menos vergüenza, me dijo:

—Picarona, si es que me había de responder al uso de la mandilandinga, hablara yo para la mañana de San Junco. Por Dios, que me encaja. Hermosa hilaza ha descubierto. Así la quieren en su casa y así será de provecho, y yo la doy palabra que, por las buenas partes que ha descubierto, la he de hacer obispa de la Picaranzona. Dígame, rostro, atento que mi sentencia está dada contra ella, la cual sentencia es la suprema por ser dada en consejo de Rota, mire si tiene que alegar o suplicar, porque donde no, tomará la posesión quien trabó la ejecución.

Como me quiso tocar en lo vivo, avivé y, rechinando como centella, le respondí:

—Eso no. ¡Tate, señor picarón!— y dile un muy buen golpe en los dedos. Yo apelo, a lo menos, suplico del tribunal de su injusticia al de su clemencia. Pero no; aguarde; oya, oyámonos. Escuche escuche. Dígame, muy infame, ¿parécele que mi entereza, guardada por espacio de dieciocho años, que tantos hago a las primeras yerbas es bien que se consuma a humo muerto y se quede aquí entre dos costeras de carro, como si fuera hoja seca de carrasco viejo, que después de vendida la leña se queda en la lastre de la carreta? No quiero alegar en mi abono las leyes gentílicas que dan término para llorar la virginidad, pero a lo menos, no permita que entre cristianos muera una entereza tan de súpito. Dígame, ¿qué pícaro de hospital muere sin más luz que ahora tenemos, sin más ruido de campanas que el que ahora nos acompaña? Los descomulgados van a la sepultura a lo sordo, pero, pues no lo está mi entereza, no quiera que tan sin solemnidad se le dé sepultura de carreta a cencerros atapados. Y cuando yo y mi entereza hubiéramos incurrido en descomunión alguna por delictos, que nunca faltan, para eso es el obispo, para absolverme dellos y dar orden que mi entereza sea honrosamente sepultada. ¿Sabe lo que ha de hacer? ¿Sabe lo que quiero mandarle? Que pues yo soy obispa, justo es mandemos a veces, que llame la camarada y, por lo menos, de antemano bebamos la corrobla, como dicen los montañeses de mi tierra, y delante de la insigne Bigornia se ordene un festín, y me deje hacer cuatro pares de melindres, siquiera porque vean que me duele el degollar un pollo que ha tantos años que crío par, su mesa episcopal. Y también sepa, señor don Acémilo, que me estimo y quiero que delante dellos me dé palabra, aunque no sea sino por bien parecer, que cuando sea cura me dará de beber, que lo que es de comer, ya sé que es pedir peras al lobo, pues no lo ha de tener jamás, ni para sí ni para mí, si no es que comamos las calabazas que tiene de renta, pagadas por mano de obispo cada cuatro témporas un tercio, sin algunos que están caídos, que es la renta más cierta que hay en Castilla. Y si esto le está muy a cuento, consiento; si no, pique. Digo, pique el carro, que si por fuerza va, ya sabe que las mujeres sabemos malograr los gustos. Más vale carnero en paz, que no pollo con agraz, créame. Amén, que le digo la verdad. Persona forzada, aun para servir en galera es mala, con ser oficio aquel de por fuerza, ¿cuánto menos podrá una forzada servir de hacer favores, siendo oficio de gente voluntaria y gustosa? Y si esta razón no le contenta, llame a consejo y verá lo que le dicen sobre esto de las fuerzas.

Créanme o no me crean, sabe Dios que en esta ocasión me encomendé con todo corazón a Santa Lucía, de quien dicen que es abogada de los que la invocan en peligros semejantes. Vayan conmigo: mi intento era apellidar por compañía para dar largas con untura de almacén y entretener el tiempo, aunque el motolito, con toda su Bigornia en el cuerpo, creyó que el llamar compañía era para hacerle la salsa al plato o para tañer de mancomún al conjuro de la bruja que decía: "Allá vayas, piedra, do la virginidad se destierra."

Cuando yo vi que mi obispete suspendía el auto y me oía de aután, y vi que el gustosillo y blando céfiro de mis regaladas y airosas palabras borneaban su cabeza de porra de llaves y su cuello de tarasca, y hacía ademanes de aprobar mi consejo y llevar este negocio de gobierno conforme al arancel de mi petición, luego di por tan hechas mis chazas como sus faltas.

Dicen que cuando las alas de cualquier ave de rapiña se juntan a las del águila, con el poder y virtud de las del águila, se van pelando y consumiendo las de las otras aves en especial las de las pantheras y las grullas. Así, ni más ni menos, viendo yo que las trazas avechucho y grullo, que así se llamaba, se juntaban con las mías, tuve por cierto el apocar sus intentos y destruir sus estratagemas con mis astucias. En especial me animó el ver que había perdido la primera ocasión, porque es regla cierta que, quien pierde el primer punto, pierde mucho, y no tuve mejor pronóstico de que la fortuna estaba en mi favor, que el ver que se le había escapado el primer lance de fortuna.

Acuérdome de un galán pensamiento de un poeta que fingió que el Amor salió un día a caza llevando en su compañía al Consejo. Era el desiño del Amor cazar una fiera llamada Buena Ocasión. Yendo, pues en prosecución de tan gustosa caza, llegaron a un espeso monte en el cual estaba la Ocasión encovada en el cabezo de un alto y casi inaccesible risco. Luego que el Amor vio la presa deseada, pidió ayuda al Consejo. Ayudóle. Llegaron al puesto tan ligera y astutamente, que el Consejo le puso la Ocasión en las manos, de modo que el Amor la pudo asir. Ya que el Amor tuvo la presa en las manos, volvió el rostro hacia donde estaba su compañero el Consejo, y díjole muy de espacio:

—Amigo, haced traer una jaula en que enjaulemos y llevemos viva la Ocasión, que tan perdidos nos ha traído.

Mientras el Amor volvió el rostro y cuerpo a decir estas razones al Consejo, huyó la Ocasión a vuelta de cabeza, y dejó al Amor burlado y aun afrentado. Quejóse el Amor de la poca ayuda del Consejo, mas el Consejo le respondió, diciendo:

—Amigo Amor, yo no acompaño más que hasta cazar, pero no hasta enjaular. Y así, tuya es la culpa, que teniendo la caza en la mano y armas en la cinta, no era necesaria mi ayuda.

Así que, con mucho fundamento, me consoló el ver que se ponía a tomar consejo el obispo en el tiempo que tenía la ocasión en la mano.

Con las razones que le dije al obispote, puse su señoría de cera y más obediente a mi mandato que si yo fuera la papesa. Queriendo, pues, poner en ejecución mis ordenanzas, dio un silbo como de cazador o ladrón, que todo lo era y de todo tenía gesto, y al reclamo acudió la Bigornia, pensando que ya había, como ladrón embolsado el hurto, y, como cazador, degollado a la pobre tortolilla cogida en la red que ellos dejaron armada. Y como los soldados, después que ven desmantelado el muro que han sitiado, se entran con algazara a tomar posesión del castillo conquistado, diciendo a voces: "¡Viva España y su rey!", así ellos, con voces y alaridos, venían diciendo:

—¡Viva el obispo y su Bigornia!

Y otro picarazo, que tenía una voz rocinable, dijo con un bajo temerario:

—¡Viva el señor obispo, remediador de huérfanas!

Yo, por les ganar la boca para mis intentos, dije a bulto un amén, y tras él, dos de mudanzas con tres castañetas en seco en el poco sitio que me cabía en el carro, donde íbamos como palominos de venta. Usaba de todas estas trazas por vestirme del color de la caza, lo cual fue parte para que el mismo carro que ellos ordenaron para su triunfo, me sirviese a mí de vivar donde cazarlos, como más larga y gustosamente lo verás en los dos números que se siguen.

Esto que he referido era entre dos luces, cuando se reía el alba, y tanto más se reía, cuanto más de cerca iba contemplando la burla que yo pensaba hacer al villadino o, por mejor decir, al villadino.

 

Aprovechamiento

 

Permite Dios que el pecador no sólo no consiga los gustos que pretende con sus quimeras, pero ordena y quiere que ellas sean instrumentos de sus penas y verdugos de su persona.

 

 

 

 

 

 


Número segundo
 
Del parlamento loco
 

Estancias de consonancia doble en un mismo verso

 

Hizo sceptro de un garrote el obispote

Y a guisa de rey Mono, hizo su trono,

para más abono, dijo en tono:

Amigos, cese el cote y ande el trote.

Hoy se casa el monarca con su marca,

No quede pollo a vida, ni comida,

Con que no sea servida mi querida.

Llamalda en la comarca, polliparca.

Traed tocino y bon vin de San Martín,

Pan, leña, asadores, tenedores,

Frutas, sal, tajadores los mayores,

Presto, que el dios Machín pretende el fin.

Acabada esta razón, dijo el moscón:

Marchad luego, bola, sin parola

Fuéronse con tabaola, y quedó sola

Justina en conversación con su obispón.

Justina entretenía y suspendía,

De modo que pudieron los que fueron

Hurtar lo que quisieron, y volvieron

Con lo que pedía su señoría.

Venidos, se asentaron y brindaron,

El obispo don Pero se hizo un cuero,

Luego el carretero cargó muy delantero;

Mas que, si mucho pecaron, más penaron.

 

Ya que estaba el carro atacado de bellacos y el gobernador de la Bigornia en medio dellos, pareciéndole que no venía bien el ser obispo casado, no siendo obispo griego, aunque andaba cerca de serlo, renunció los hábitos y hízose rey. Tomó un garrote en la mano en forma de sceptro, hizo de las capas un trono imperial, poniendo por respaldar dos desaforados cuernos. Parecía rey Mono puramente. Captó la benevolencia, pidió atención; estaban boquiabiertos. Dijo Eneas, y escuchaba Dido el parlamento muy atenta por su mal. ¡Oh, qué bien dijo el refranista español!: "En consejo de bellacos, razonamiento de trapos", lo cual quisieron sin duda decir los antiguos, cuando para pintar una tropa de semejantes bergantes gobernados por otro tal, pintaron una zorra coronada de restas de ajos, predicando en un cesto a las monas y a los gatos.

Pero vaya de parlamento episcopal:

—Charos infanzones míos, conocidos en nuestra región campesina por vuestras hazañas, tan claras, que de noche relucen más que ojos de gato, por lo cual son hazañas gatunas. Famosos por vuestras prendas, nunca empeñadas, si no es en buena taberna. Lo primero, hoy cese el cote, pues no hay para mí fiesta cumplida sin cumplirse mis deseos. Lo segundo, quiero que andéis al trote, que es el paso de mis cuidados. Demás desto, os aviso que os he juntado en este mi carro triunfal para que, como a otro Scipión, coronéis de gloriosa palma mi cabeza, no por la victoria que he alcanzado, sino, por la que espero. Demás desto, os advierto que conviene a mi servicio y a vuestra honra bigornial y a la virginal Justina, nuestra hermana, tan cara cuan barata, que, pues puedo decir que hoy nació del vientre de la fortuna, vea yo que con gusto festejáis mi nacimiento claro. La circunstancia del tiempo, si queréis mirarlo, me da a entender que, pues nació debajo del amparo de la estrella de Venus, me ha de ser propicio el dios de amor, su hijo, y el alba de mi Justina. Cantaréis a voz en grito, cuando el piadoso cielo honrare mi cabeza con su lauro, y diréis que renazco como el ave fénix de las cenizas que ha hecho Justina en mi alma, después de haber quemado las potencias della con el inmortal fuego de su rigor. Atención ella está entera como su madre la parió, y aquí suspiró el auditorio, mas en esta hora piensa tomar puerto mi presuroso bajel y estampar en su entereza el non plus ultra asido de mis dos columnas. Digo, claro, que pretendo que dentro de una hora fatal la caza desta rara ave haga plato al gusto mío. Este es el día mayor de marca en que vuestro monarca se casa con su marca, por tanto, mando y quiero que os extendáis por los lugares desta región comarcana, que son muchos y muy cercanos, y no dejéis pollo, ni ganso, ni palomino a vida. Llámese mi Justina la polliparca, porque quiero que ella sea hoy la parca que acelere la muerte a todo pollo. No quede fruta, ni queso, ni bon vin de san Martín ni cosa de las de pasagaznate que no adjudiquéis para mi cámara. Y porque no hay principal sin accesorios, traed para mí servicio asadores, tenedores, tajadores grandes de madera, que son los platos de las bodas de los labradores; manteles, sal, cuchillos y todo buen recado de pieza y suela. No quede cosa que no sea tributaria de mi solemne día, ofreciéndola a los pies de mi Justina, a quien justamente estoy rendido. A vueltas desto, no cesaréis de hacer perpetua demonstración de la alegría que en vosotros causan mis esperanzas, pues os consta que aun las cigüeñas se juntan a hacer fiesta el día que alguna se casa. Ea, amigos, que el dios de amor tiene alas y no sufre dilaciones en especial el mío, que es más volandero que la garza de Valdovinos. ¡Hola, amigos, menos parola y más obediencia! Que pues las esperanzas de mi placer no dan más larga que una hora, no es justo que os dé yo más de plazo para cumplir lo que tengo ordenado y dispuesto.

No hubo bien dicho esto el nuevo Heliogábalo, cuando los de su factión, con gran tabaola, saltaron un barranco que nos dividía con la presteza que los galeotes saltan un remo, ocupándose en obedecer al principote de la Bigornia. Entonces tuve por verdadera la fábula del zorro el cual, para ir a caza de una querida zorra, puso a un cochino alas de grifo, y se halló mejor con este modo de cetrería que con otra ninguna. Así éstos, aunque como cochinos iban hacinados en una carreta, pero este zorro, con ánimo de cazarme, les puso alas de grifo. Sólo hay que, aunque cazó carne, pero no la que él quiso. De la presteza con que parló me espanto, mas si cochinos mandados de zorra vuelan, ¿qué me admiro de la ligereza de éstos?

Cosa donosa es ver cuán de gana obedecen los bellacos a quien gobierna su bellacada, y cuán de mala a sus legítimos superiores.

Preguntó uno a un caballero:

—Señor, ¿por qué pagáis tan mal a vuestros acreedores, siendo tan franco y pródigo con las personas a quien no debéis nada?

Respondió el caballero:

—Porque el pagar con obligación es de pecheros, y el dar sin deber es de nobles.

No me quiero detener ahora en calificar este dicho, que bien se echó de ver que erró este franco necio, que antes el pródigo paga pecho a la imprudencia y al vulgo y al qué dirán y a todo el mundo, y, por el contrario el que paga a su acreedor muestra gran nobleza; lo uno en desechar sujeciones; lo otro en ejercer la virtud más hidalga, que es la justicia, la cual hace una ventaja a las demás, que las demás sólo miran el provecho de su dueño, pero ella y las que a ella se llegan no miran sino el provecho del tercero, que es más nobleza e hidalguía. Y también porque ella es tan noble e hidalga, que iguala al mayor, si debe, con el menor, si es acreedor.

Pero dejado esto para los sotos frescos, para los gallos briosos y para las peñas fuertes, que son los floridos de nuestra Salamanca, concluyo a mi propósito con decirte adviertas cómo estos bellacones no tenían por bien obedecer a su verdadero obispo el cual les traía sobre ojo; empero, a su obispo soñado le obedecían, y con la presteza que el rayo sale de Oriente y aparece luego en Occidente, con tanta y aun con mayor obedecían estos demonios a su Belcebub.

Dejáronme con él y sin mí, tan sola cuan mal acompañada, tan triste cuan disimulada. Comenzóme a decir muchas chanzonetas, y de travesía me daba algunas puntadas para que le dijese lo que pensaba yo hacer cuando tomásemos la Goleta. Yo, al principio, comencé a responderle a son, mas, ya que vi que se metía a tantos dibujos eché por otro rumbo. Comencé a contar cuentos, los más de risa que se me ofrecieron, para divertirle la sangre. Contéle medio libro de don Florisel de Niquea, que entonces corría tanta sangre como yo peligro, mas a éstos me respondía que para entonces más se atenía a el Niquea, o por mejor decir, al neque ea, que al don Florisel, y que para quien esperaba fruta eran muchas flores. Dile algunos sorbos de Celestina, mas decía que tenía espinancia y que no podía tragar nada de aquello; pero ya que no me valieron los cuentos de mi señora madre Celestina, valiéronme sus consejos. Del Momo, un poquito, mas dijo al Momo, no, no. De Alivio de caminantes dije lo que importó para aliviar mi camino de la carga que tenía, mas él en nada sentía alivio. Bien es verdad que todo cuanto yo le decía lo sabía bien, y todo lo aprobaba, aunque era con tal modo, que daba bien a entender que como no me tenía a mí toda, sino sola mi lengua y sombra, no las tenía todas consigo.

En esta sazón venía ya el hermoso Apolo corriendo presurosamente por los altos de un cerro, siguiendo el alcance de los alojados infanzones para descubrir los hurtos y emboscadas de que siempre fue tan enemigo. Mas cansado el bellísimo joven luciente de correr tras los nuevos Jonatases, parece que se detuvo y descansó tras un espeso monte de encinas, y ellos llegaron ante el tribunal de su antiguo obispote y nuevo rey de copas, y yo era una de ellas, con la presteza y provisión que si ellos fueran el águila de caza que tuvo Paleólogo el rústico. Unos traían pollos; otros, palominos; otros, patos; otros, pan; otros, platos. Que como era boda de pícara y pícaro y hecha por mano de pícaros, casi todo cuanto despescaron empezaba en P. Pues ¿instrumentos de platos y asadores, cazos, asartenes? Pudieran alhajar dos novias con lo hurtado. Uno trajo un costal de pan caliente, con juramento que se lo habían sacado a traición a un horno por las espaldas, que tenía vueltas a la calle, dejando por lengua que lo parló el calor y olor tan conocido. Otro, por no venir mano sobre mano, hurtó diez candiles de un mesón para hacer en mi boda el entremés de la Encandiladora. Otro trajo una sobremesa de unos que se habían quedado dormidos, después de haber jugado sobre ella a los naipes, y aun dijo el estudiantico bigornio que, como vio los jugadores dormidos, hizo al uno la mamona hacia la faltriquera. Parece ser que no traía bien los dedos, por lo cual recordó el dormido, y como sintió sobre sí la mano del nuevo reloj, que apuntaba a su faltriquera, no para dar, sino para tomar, se alborotó y comenzó a dar voces. Era el estudiantico bello bellaco, y sin perder compás ni mostrar turbación, le dijo con mucho sosiego y contento:

—Hermano mío, si como soy estudiante burlón fuera algún ladrón de los que andan hoy día por el mundo, mala manera de negociar teníades y muy peligroso era el sueño; pero amigos somos, duerma, galán, y mire que por hacerle caridad y buena obra le arropo.

Tras esto, le atestó el sombrero sobre los ojos, no tanto por arroparle, cuanto por arroparse con la carpeta o sobremesa sin que lo columbrase el labrador, a quien dejaba hecho pita ciega, y tan ciega, que pensó que de pura charidad duranga y celo gatuno le dejara casquiatestado. La sobremesa era galana; por señas, que una poyata se la había prestado a la mesa sobre su palabra y el estudiantico la tomó sobre su conciencia y debajo de sus brazos.

Otro trajo un tizón de lumbre. Quemado él sea con él, que éste me desatentó, que no hacía sino soplarle y alumbrarme a la cara y reírse, diciendo:

—Colorada va la dama.

No acabara, si contara por menudo las cosas de comer y el recado que trajeron. No me espantó sino cómo no sacaron de cuajo las aldeas y de cimientos los muros y casas de villas, según y como lo hizo Júpiter cuando vino a las bodas de su querido.

Ya se juntaron todos. Vesme aquí con todo el conciábulo congregado para decretar a costa de la pobre Justina, que en esta ocasión era blanco de tantos necios; mas yo tenía reforzadas mis trazas y un ánimo como una capitana. Mi inquina era toda contra aquel Holofernes eclesiástico que aun reír no me dejaba, según que con los ojos me tenía confiscados boca, lengua y sentidos.

En llegando, me sacaron del carro a hombros como a opositor de cátedra, por mejor decir, como a cátedra de opositor, y el obispo don Pero Grullo miraba a las manos de los apeadores por si acaso alguno se le deslizaba alguna mano al tiempo del trasladarme del carro al suelo.

Di orden cómo se guisase de comer. Hiciéronlo, aunque sin orden, pero con tanta presteza que parece que de mohatra se les hacía cuanto querían. En todo me obedecían, si no es en irse poco a poco, que esto no se podía acabar con ellos. Para entablar mi juego, de trecho en trecho, y bien a menudo, les decía:

—Amigos, beban, y así lo llueven las viñas.

Yo, mirando al obispote, hacía que bebía con un vaso de cuerno, y decía:

—Brindis quoties. Beba el obispo y vaya arreo.

El obispo se excusaba de beber con una gracia que contenía mucho de naturaleza, y era decir:

—De vino, poco, que soy patriarcha de Jerusalén.

Mas, aunque le amargaba, todavía por mi contemplación bebió unos polvillos, los que bastaron para añublársele el celebro y aun para añadir algunas erres al abecedario de su Bigornia. El que menos, ya estaba a treinta y uno con rey; ello, las gracias sean dadas a ciertos puños de sal que eché en el jarro. Decíame el obispo don Pero:

—¡Ay, mi Justina, que en todo eres un terrón de sal!

Decía yo para conmigo:

—Verdad dice éste, pues aun el vino, a pura sal está echado en cecina.

Ya que todo estaba guisado y a punto, hizo señal el señor bigornio mayor, y todos escanciaron y comieron como unos leones; sólo mi obispo tragaba más bocados de saliva que de otra cosa, y pienso que en mirarme gastó una libra de ojos y en decirles que se diesen priesa otra de lengua. No dudo sino que tras cada bocado que ensilaban los de la Bigornia le daba su reloj las ciento; mas ellos, como de la fiesta no habían de sacar otra cosa que entremesar a las panzas, y como las traían húmedas del rocío y humedad de la noche, y daban de sí como panderos mojados, iban dando alargas al tiempo, de lo cual recibía yo tanto gusto como el obispo pena y rabia. Entre burlas y juego, siempre yo muy cuidadosa con que bebiese el obispo y fuese arreo. Hízolo el obispo a tan buen son, que ya, por decirles daos mucha prisa, hermanos, decía:

—Daos murria perra, hernandos.

Ya que tuvieron rehechas las chazas y hechas las rechazas, los buenos de los mozalbetes decían donaires. No metían letra, y si alguna metían era ces y erres. Hacíanme quebrar el cuerpo de risa, que ya el miedo había pagado el alquiler de la casa y ídose a Berbería. Uno, que no tenía salero a la mano echó cantidad de sal en el suelo, y allí mojaba el carnero que, por ser sobre yerba, salía carnero verde, y por ser sobre tierra, negro, y por todo salía verdinegro. Otro hacía sopas de vino con briznas de cecina y sacábalas usando de huesos como de cuchara. Otros bebían con un zapato, porque, a segunda vuelta, voltearon las copas. Era hacienda hurtada, que se logra poco. Ya viendo sus demasías el enfrenado y compuesto Pero Grullo, menos bebido, aunque más beodo, puso general silencio, diciendo:

—¡Carren! ¡Carren!

Por decir callen, callen. Averigüe Vargas el vocabulario. Los mozuelos, como estaban metidos en la erre de Babilonia y su confusión, no le respondían, porque ni se entendían ni le entendían. Entonces el monarca, muy enojado, alzó una mano, que entre ellos y en su habla jacarandina era indicio de imperativo modo en la manera de mandar, y con esto se recogieron todos derechamente al carro, aunque no tan derechamente ni tan por nivel, que no hicieran algunas digresiones de cabeza, paréntesis de cuerpo y equis de pies.

Ya entraron todos, con que el carro quedó en cueros, o los cueros en el carro. Lo que yo temí mucho fue que el carretero los había de despeñar, porque había cargado la mano más que todos, y aun la cabeza, y iba atacado hasta la gola. El obispo me escudereaba y llevaba de la mano al carro, aunque no tenía él poca necesidad de quien se la diese, para reparo de los muchos traspiés que a cada paso daba. No he visto pies de goznes, si aquellos no. Daba vueltas, como mona en fin, y una vez dio una que pensé se despuntara las narices, que las tenía sobresalientes un poco, y aun un mucho. El bien vía que eran caídas de más de a marca, que era beodo reflejo, que son los peores, mas por excusar su flaqueza, decía el pobre obispote:

—Justina, por ti ranso.

Respondíale yo:

—Ya veo que por mí danza su señoría, sino que no quisiera yo que hiciera tantas reverencias ni que llevara los cascabeles en la cabeza y corona.

Yo, para decir verdad, mis ciertas mamonas le armé hacia los pies, y no fueron de poco efeto, que maldita la que me salió en vano. Cuando se caía hacía mí, dábale un envioncito hacia el otro lado, diciendo unas veces:

—Ox, que no pica,

Y otras:

—Allá darás rayo, que este lado es de ladina.

Con estas estaciones y revelladas llegó al carro hecho pedazos, con más sueño que amor. Para subirle al carro le di de pie tres veces, y él otras tantas de cabeza, y cada vez que se levantaba, decía:

—¡Upa, que desta entro!

Ya de pura lástima hice a mi maña que le sirviese de grúa y metíle en el carro, y yo tras él, tan sin miedo cuan sin tardanza y sin peligro. Reclinéle sobre las capas, sobre las cuales comenzó a dormir la mona alta y profundamente.

Veslos aquí; todos duermen en Zamora; sola la hija de Diego Díez velando. Pero no sin provecho, pues, según ya verás en el carro que cogieron el gato, pagaron el pato.

 

Aprovechamiento

 

Los malos, como tienen dada la obediencia al demonio, sujétanse de mejor gana a sus ministros que a los de Dios, mas cual es el dueño a quien sirven, tales son los gajes que tiran.

 

 

 

 

 

 


Número tercero
 
De los beodos burlados
 

Octava de consonantes hinchados y difíciles

 

La fama, con sonora y clara trompa,

Publique por princesa de la trampa

La gran Justina Díez, que con gran pompa

Vuelve su rebenque en sceptro y le estampa.

La que usa del rebenque como trompa,

La que llueve azotes y no escampa,

La que de su carreta hace palenque,

Y sceptro, lanza y trompa del rebenque.

¡Oh fama, cuyo acento el orbe en campa!

Tu sombrío clarín no se interrumpa

Hasta ver la picaresca estampa,

No digo en papel puesta, do se rompa,

O en letra de escribano, que haga trampa,

Sino en peña en quien no se corrompa

Memoria de un triunfo tan ilustre,

Con el siguiente mote por más lustre:

 

Mote

 

Justina triunfó de ocho beodos,

Echándolos del carro a azotes todos.

 

Cuando las necesidades son repentinas, las mejores trazas y remedios son los que las mujeres damos, ca así como el uso de la razón en nosotras es más temprano, así nuestras trazas son las que más presto maduran. Mil veces verás en los entremeses ofrecerse necesidad de trazas repentinas y, por la mayor parte, las dan mujeres, que son únicas para de repens. Es el discurso y traza de la mujer como carrera de conejo, que la primera es velocísima, o como envión de francés, que el primero es invencible. Esto quisieron decir los antiguos cuando pintaron sobre la cabeza de la primer mujer un almendro, cuyas flores son las más tempranas.

Decía un discreto:

—¿Las mujeres, por qué pensáis que hablan delgado y sutil y escriben gordo, tarde y malo? Yo os lo diré: es porque lo que se habla es de repente y, para de repente, son agudas y subtiles, por esto es su voz apacible, sutil y delgada. Mas porque de pensado son tardas, broncas e ignorantes, y el escribir es cosa de pensado, por eso escriben tardo, malo y pesado.

Digo esto a propósito que tuve dos ocasiones para dar una galana traza: la una el cogerme de repente, y la otra el verme tan apretada; mas a la verdad, la mayor fue el ver que tan a mi salvo podía trazar.

Viéndolos todos beodos, y al carretero más que a todos, lo primero que hice fue darle un torniscón por verle tan fuera de mí como de sí. Con el golpe arrojó una espadañada de vino que espantó a las mulas. Toméle el rebenque o látigo con que gobernaba las mulas y con él derribé mi carretero en el duro suelo. El golpe fue grande, con el cual quedó sin habla y yo sin pena. Sintieron las mulas notable alivio. Volaban, pero más mis pensamientos.

El camino que el carretero había traído hasta allí no iba apartado del de mi pueblo más que sola media legua, y yo le sabía, porque algunas veces le había andado viniendo con mi madre, y también la una mula sabía el camino. Piquéla, y como las mulas no eran nada lerdas el camino apacible el azote menudo el cuidado grande, caminaron de modo que en espacio de dos horas pude meter por mi pueblo esta carretada de odres, sin más sentido ni movimiento que si fueran insertos en la misma carreta.

Yo comencé a pensar cómo diría al entrar con ellos por medio de mi pueblo. Ofrecióseme si diría: ¡Guarda las zorras! O si diría: ¿Quién compra cueros? O si diría: ¡Fuera, que entra la Bigornia y Pero Grullo! Mas para espantarlos bien y vengarme mejor, me resolví en entrar dando voces y diciendo:

—¡Aquí de la justicia, que estos bellacos robaron la mula y el carro en Arenillas!

Y era así verdad, como lo viste. Hícelo así, y con tales voces que las pudieran oír en el real de Zamora. Los beodos, con mis grandes voces, despertaron despavoridos, y como reconocieron que estaban en medio de la plaza de Mansilla, castigados por mi mano y aun por la de Dios, como los de Senacherib, acudían a derribarse del carro a toda furia. Esta era la primera estación, y no poco gustosa, porque al echarse del carro, daban temerarios zarpazos y sonaban a cueros que se enjaguan, y los más dellos chocaban por salir con toda prisa y huir de mis rigores. Como los cuervos mansos y traviesos suelen derribar un vidrio, vaso o copa y volver el oído para percebir con gusto el sonido, así yo, aunque a rebencazos los derribaba, volvía el oído a percebir el sonido del golpe.

La segunda estación era huir con tal prisa, que parecía llevaban cohetes en los posteriores. Mas ya que habían huido algún tanto y tornado sobre sí algo echaban de ver que iban sin sombreros, sin capas, sin cuellos, sin ligas, sin ceñidores. Asomaban a querer tornar al carro a sacar su hacienda, yo les dejaba acercar en buen compás, y en viendo que estaban a mi mano, tremolaba el azote de las mulas y dábales el rebencazo zurcido, que les aturdía. Bravas suertes hice defendiendo mi carro encantado, o, por mejor decir encantarado. Jugaba de rebenque floridamente, porque para de lejos, me servía de lanza; para de cerca, de trompa de elefante; para en pie, de azote, y para asentado, de sceptro.

Con estas mis levadas se atemorizaron de modo que, sin capa, ceñidor, liga, sombrero, ni cuello, ni otras muchas cosas suyas, aunque habidas de por amor del diablo, se fueron huyendo por entre los sembrados, que parecían puramente las zorras de Sansón con cuelmos encendidos en las colas. Todo el pueblo y muchachos se llegó al ruido, y todos les silbaban y gritaban, y si alguno me miraba de lejos, tornaba a tremolar el azote. ¡Qué confusión para ellos y qué gusto para mí! Estos fueron zorros estos fueron diablos, que desde ahí a más de dieciocho o veinte días no se pudieron dar alcance unos a otros, hasta que un día de mercado se juntaron en el de Villada, que era donde ellos solían hacer sus conciliábulos zorreros.

 

No se acababan de santiguar de la villana de las borlas y de las burlas, que ambos nombres me llamaban ellos; de las borlas, por las que llevaba al cuello, como montañesa, cuando me encestaron, a lo menos, cuando lo pensaron; de las burlas, por las que les hice desde que les puse en cueros, dejándolos con sus vestidos, que es el cosí cosí de Móstoles. Ya después que tornaron sobre sí, alababan mi traza, pero escocíales la injuria, y tanto más cuanto más sin reparo la hallaban, que al cabo, al cabo, todos éramos de la carda cual más, cual menos, y no podían dejar de reconocerme superioridad. Después que se juntaron y trataron de lo pasado, quitaron al Pero Grullo la presidencia y obispado de la Bigornia, con tales cerimonias como si en hecho de verdad le quitaran algún insigne oficio, y, por sus edictorrios, le privaron de oficio y maleficio por muchos años precisos y otros a merced, y lo sintió él como si le quitaran algún verdadero obispado, que en fin, siempre fue verdadero el refrán que dice: "Lo que más se quiere, más se siente."

Decíanle:

—Hermano, no merece plaza quien tan infamemente salió de la de Mansilla.

Diéronle criadas vayas, lo cual él sintió más que todo.

Uno le decía:

—¿Cómo digo de aquella emperatriz ante cuyos pies hoy habemos de pagar tributo? Mejor dijeras aquella emperrada emperradera, ante cuyos pies caímos hechos unos zaques, y de cuyo rebenque fuimos tan gobernados como desgobernados.

Díjole otro:

—¿Esta me llamáis polliparca? Llámola yo grulliparca, pues fue la parca del Grullo y aun de toda su camarada.

Otro le dijo:

—Camarada, ¿cómo era quello de hoy renazco como ave fénix de las cenizas que ha hecho Justina con el inmortal rigor con que me ha quemado las tres potencias del ánima? Más cierto fuera decir: Yo naceré con dolor del vientre de una carreta, cabeza abajo y pies arriba, y hoy seré aborto de carreta, y me pondrá Justina como nuevo de puro frisado con su azotina.

Otro le dijo:

—Hoy la rara ave de mi gustosa Justina hace plato al gusto mío. ¡Oh, pecador! Bien habías dicho, si no te hubiera primero dado con el plato en los cascos, y si no quemara tanto el plato como el aceite que lamió la mona golosa que estaba sobre una hornacha de lumbre.

Otro decía:

—¡Viva el señor obispo, remediador de huérfanas! El huérfano sea el diablo, y tal remedio venga por su casa.

Otro dijo:

—Ella está entera como su madre la parió. Eso juro yo, que la entera es ella y los quebrantados nosotros.

Otro dijo:

—¡Ea, presto, que el dios de amor tiene alas! juro a diez y a un rebenque con que hace volar la carreta.

Otro, viendo que tan adelante iba el darle vaya, medio lastimándose, medio fisgando, dijo:

—Carren, carren. Murria perra es esa en dar vayas al rasante.

Tocó tecla de cuando por decir él: callen, callen, daos mucha prisa, dijo: carren, carren, datos murria perra etc.

Dijeron dichos agudos y donosos, que por agudos los río y por largos los callo. Quédese a la discreción del pícaro más discreto, que es el único censor de toda letura de folga. No dejaron cosa que no tocasen, ni punto que no glosasen, hasta decirle: "Bien pareces patriarchón de Jerusalén y nacido allá, pues tan vil y cobarde naciste."

Henchíanlo de necio, cobarde y pusilánime, y fue tal y tan pública la vaya, que, corrido de los mates que le daban y motes que le ponían, se fue de aquella tierra. Yo no dudo sino que no paró hasta Ginebra, y aun, según le pusieron hecho un negro, se debió de ir a Mandinga, o a Zape, donde envían a los gatos, aunque lo natural era que se fuera él a la isla de las monas y yo a la de los papagayos. ¡La bellaca que le saliera al encuentro a este toro agarrochado!

Muy capada quedó la Bigornia, y tan capada cuan descapada. Con todo eso, se rehizo y cazaba, no como antes, sino mosquitos, como milano de cuarta muda. Y a fe que no me da a mí poca pena cuando veo picarillos de alquimia entonarse y que no encuentren quien los haga tenerse en buenas. No sé acabar un cuento; ya sé que enfado en él, pero ya acabo.

En fin, yo me fui a mi casa, donde fui recibida como un ángel, que la gente de mi casa, aunque me quiera mal, holgaba destas morisquetas, que lo mamamos todos en la leche retozona. Y cuando fui a mi casa, llevé tras mí gran cáfila de gente de toda broza especialmente niños y páparos, como panthera, que con el olor de su boca arrebata tras sí los animales, absortos tras su fragancia. De todos fui alabada, por casta, más que Lucrecia; por astuta, más que Berecinta; por valerosa, más que Semíramis. Verdad es que, por si acaso llevaba algo socarrada mi fama o otra cosa, me zahumé con trébol y incienso macho en llegando a mi posada; quiero decir que conté el cuento con tan buenas clines, que sobre él pudo volar mi fama.

Súpose y divulgóse la burla en toda la comarca, y fue tan célebre el cuento del carro y de las mulas, que por esta causa, desde entonces, llamaron a mi pueblo Mansilla de las Mulas, que hasta entonces no se llamaba más que Mansilla a secas. La gente que me venía a ver y darme a mí el parabién, como presente, y a los bigornios el paramal, como ausentes, me tenían despalmada a puros abrazos, aunque no muy puros, que algunos me pellizcaban, que es uso de la tierra.

Después que reposé en mi casa y se me asentó la cosera, hice libro nuevo.

 

Ya era otra cosa; ya los principotes de mi pueblo me miraban con otros ojos; ya me llamaban de merced y las gorras bajaban tantos puntos que llegaban a dos corcheas, y aun al corcho de mis chapines. Mas no sé qué me hube desde niña, que jamás hombre de mi pueblo me cayó en gracia. Confieso que las mujeres somos de casta de plaza, que siempre gustamos de lo de acarreo. Y somos como el deseo, que siempre endereza a lo más remontado. Y somos como perros, que no nos hallamos donde no hay gente, y por esta causa apetecía yo emperrarme. Yo en particular, siempre tuve humos de cortesana o corte enferma, y cosa de montaña no me daba godeo. Con todo eso el tiempo que duró el festín de los parabienes viví contenta, que el gusto es el corazón de la vida.

La justicia, sabido el caso, me adjudicó el despojo de la batalla y mandó que el dueño de la mula hurtada me pagase muy buen hallazgo, pues, por mi industria, había sido librada del poder de la Bigorma, y que se me diese por testimonio, porque nadie me pudiese motejar de mala, sino honrar por casta y astuta. Ello, nunca faltan bellacos; alguno me ha dicho después acá:

—Hermanita, ¿cómo digo de la jornada de Arenillas? Si no quemada, tiznada, que una vela pegada a un muro, aunque sea argamasado, verdad es que no le puede quemar, pero dejar de tiznar es imposible. ¿Qué será si se pega a carne gorda, que se derrite tan bien como la misma vela?

Como destas necedades he yo oído, digan, que de Dido dijeron. Lluevan dichos, que ya ahora no me sabían en mi pueblo otro nombre sino la mesonera burlona, aunque algunos me llamaban la villana de las burlas. Ya yo no me preciaba de mirar a quienquiera, que una honrilla sirve de garbo al cuello y de almidón al vestido.

Holgárame de haber tomado por thema número aquel refrán que dice que quien hurta al ladrón gana cien días de perdón, de los concedidos por el obispo de sábado. Délos quien los diere, que si perdones se ganaran, yo había ganado jubileo plenísimo; pero ya sé que para perdones verdaderos, aun el nombre les sobra, cuanto y más el hecho. Con el mío, a lo menos, glosé el refrán a osadas. ¿Pero quién me mete en themas, ni glosas, sino en tejer historias y en hilar mis romerías? Pero no, mejor me será dejarlo, que no es paro sin venta para no dejar descansar las gentes. Yo lo dejo. Duerme, hermano lector, que mañana amanecerá y quizá tendrás gana de leer más.

Aprovechamiento

 

La beodez no sólo impide los buenos intentos y daña a la vida de la razón, pero hace que el que se embriaga peque más y guste menos. En especial, note el lector en qué paran romerías de gente inconsiderada, libre, ociosa e indevota, cuyo fin es sólo su gusto y no otra cosa.

 

FIN