Libro secundo, Parte secunda, Capítulo primero


Segunda parte del libro segundo de La pícara romera
 
La pícara romera. En que se trata de la jornada de Arenillas
 
Capítulo primero
 
De la jornada de león
 
 
 
Número primero
 
Del afeite mal empleado
 

Sáphicos y adónicos de consonancia latina

 

 

Vencido el Grullo,

Cobra gran orgullo

La hermosa Justina,

Y se determina

Salir de aldeana

Y ser ciudadana,

Súbitamente.

Una mañana

Se puso galana,

Y desde el mesón

Se partió a León,

Acompañada

De su camarada

Bárbara Sánchez.

Fue bien arreada

Y mal afeitada,

Y las que la vieron

Tal vaya la dieron,

que en fin, se apeó

Y el afeite lavó.

Triste picaña.

 

Muchas veces he oído que los soldados viejos tienen por común refrán decir: "Nunca una victoria sola". Dice bien, porque el orgullo de un triunfo hace los ánimos invencibles y los arrisca y dispone para emprender nuevas hazañas.

El grifo no pelea hasta que es de edad de cinco años y tiene buen cuerpo y suficiente proceridad, y si en la primer batalla que tiene con alguien, vence es prodigio de fortaleza, y si vencido, queda más pusilánime que un milano y pocas veces alza cabeza, y cualquier águila no digo yo la morphnos, ni osifraga, ni halieto, ni pigargo, que son las especies naturales del águila, sino la bastarda o mestiza, llamada cigüeña montañesa le vence y acobarda. Así yo, como de la pasada y referida empresa salí tan lozana cuan triunfante, no sólo me ensanché, pero en mi mesma opinión crecí; crecieron mis humos, mis desdenes, mis pensamientos, y aun pongo en duda si creció mi alma, según vi en mí universal mudanza. Ya yo era dama; ya las cosas de montaña y de Mansilla, que todo es uno, me olía a aceite de alacranes; ya se había pasado el tiempo cuando quería yo más uno de zaragüelles blancos con una pluma de pavo en el sombrero o carapuza cuarteada, que a los mil Narcisos de corte con todos sus alfeñiques y perfilados; ya se había pasado el tiempo en que yo estimaba más que uno de éstos me prometiese una libra de lino o azumbre de leche o vello en jugo, o un cordero hurtado a su abuela, que si un cortesano me ofreciera una cadena o cabestrillo de oro.

Son las labradoras y montañesas como la loba, que en tiempo de brama huelen todos los lobos y siempre escogen el peor y más flaco. Hablad con que se me diera a mí en aquel tiempo un pito por el galán que, besando la mano, derribara la rodilla y dijera:

—Dama, tome ese cabestrillo de oro. Pardiez, pensara que era pulla y que me quería encabestrar y enalbardar.

El mayor presente que por entonces pensaba yo que se podía hacer a una mujer de mi estofa era una sortija de latón morisco y, a lo sumo, de plata, y cuando llegaba a ser sobredorada, venía a perder la senda de la consideración y pensaba que era el finis terrae de los presentes, que, como dice el refrán en estómago villano, no cabe el pavo. Pasóse este solía, y a tal tiempo me trajo mi entono engomadero, que no estimaba yo entonces un faldellín de grana de polvo con franjones de oro, más que si nacieran los faldellines entre las cercas o entre los cuernos del Rastro. Y todo esto vino de que, como dije, la pasada vitoria sacó mis pensamientos de quicio y mi persona de mi estado.

Viéndome, pues encapada y ensombreada, a costa de la carretada de tontos que desembarcaron por mi orden en la real de Mansilla, rica de sus despojos y ufana de mis trampantojos, se me puso en la cabeza salir de aldeana y montañesa y dar de súbito en ciudadana. Resolvíme en dar una pavonada en la ciudad de León, por ver si se me pegaba en ella algo de lo civil, ya que de lo criminal yo era maestra.

La ciudad de León está solas tres leguas de mi pueblo, aunque hay en medio un mal paréntesis de un puertecillo en cuya cumbre en tiempos pasados estuvo gran tiempo la estatua de un hombre capón. Hombre, digo, capón.

Alguno me dirá:

—Justina, adjetivad para peras.

Acaba ya, hermano lector. Vete conmigo, que buena es mi compañía.

Así que, la estatua capón tenía el letrero siguiente: "El capón tiene del hombre lo peor y de la mujer lo más ruin." Cuando yo andaba malherida escrupulete era por agosto, y muy cercanas las fiestas agostizas que se celebran en aquel pueblo con muchos atabales, cuando menos.

Resolvíme de ir, y, resuelta, hice resolver a ciertos caballeros de Aburra, hijos de rocino de mi pueblo, que me tocaban algo en sangre, y aun no me tocaban poco, que me buscasen una pollina mansa en que yo dromedease la llanada que hay desde Mansilla a la noble ciudad de León.

Primer sitio de León. Esta es la campaña donde los antiguos dicen que fue la primera fundación de León cuando ella estaba en su flor en hecho y en nombre, pues se llamaba entonces Sublantia Flor. Mas el aire de la mudanza, que todo lo derriba, la arrancó de cuajo y mudó al sitio donde agora está, tan linda de lejos como fea de cerca, trocado el nombre de Flor y su belleza en la ferocidad y en el nombre de León, junto con el rigor del frío y la melancolía de las lluvias y humedades en que, por lo riguroso y melancólico, representa la fiereza del león y la melancolía de su cuartana.

De veras puedo decir que no fui a León tanto con espíritu de holgazana, cuanto de curiosa de ver cuántos grados de verdad me trataban los leoneses que posaban en mi mesón, los cuales noche y día se estaban contando las grandezas de León. Y leonés sé yo que, por contarme toda una noche las excelencias de la Fuente del Piojo, dejó de dar de cenar a su mula. ¡Miren con qué ansia estaría la pobre acémila de que su amo acabase de espulgar los piojos de aquella fuente! No he visto hombres más moridos de amores por su pueblo, y es de manera que donde quiera que se halla un leonés, le parece que la mitad de la conversación en que se halla se debe de justicia a la corona y corónica de León. En esto, todos tienen una pega: paréceles a los leoneses que alabar otro pueblo y no a León es delicto contra la corona real.

Oí decir a uno, que le venía el ser leonés desde que le quiso bautizar un don Fulano Quiñones Lorenzana, su amo, honrado caballero:

—¡Oh, señora! León entre los animales, rey; León entre las ciudades, reina.

Si cuando esto oí supiera lo que ahora sé de granuja y cronicones, yo le dijera al páparo que no se entendía, pues, según consta de las historias, dado que León se honre, arme y autorice con las armas, blasón e insignias del león, que es rey de animales; pero su apellido no viene de ahí, sino del nombre de una legión de soldados enviados de los romanos para ganarla o fundarla o trasladarla o lo que sus mercedes mandaren, y aun, por su honra, no digo que el nombre de legión también le han tomado los diablos. Pero voy a mi intento, y digo que, por excusar a un leonés o otro necio de que, contando cuentos de las grandezas de León, haga salivas por mi cuenta, y por poder decir con libertad: no cuente más, sor leonés, ni entable juego tan largo, que ya yo he andado esas andulencias y visto la leonera, determiné dar principio a mi jornada.

Trajéronme una borrica donosamente aderezada, porque venía ensillada y enfrenada y parecía mona con sayo. Como vi mi burra disfrazada, dije:

—Por mi fe, que pues vos vais a lo húngaro, que he de ir yo a lo del diablo y que me he de vestir a mí y a mis mejillas de grana de polvo, de modo que parezcan dos ajís bien maduros.

Mira qué envidiosas somos las mujeres, que aun de la burra tuve envidia de verla venir tan galana. Mas no es nueva en nosotras esta flaqueza.

De Blandina dicen los poetas que tuvo envidia a la gala y colores del papagayo y, por verse con otros tales colores y plumas, pidió al dios Apolo, o Júpiter, que no sé cuál era el hebdomadario de aquella semana, que la convirtiese en papagayo. Hízolo Júpiter, y como Blandina era mujer apapagayada o papagayo amujerado, parlaba por papagayo de día, y por mujer de noche. Los dioses enfadados de tanto parlar, mandaron que la enjaulasen, que, pues era papagayo, no se le hacía agravio, que el refrán dice: "Lo que me quise, me quise; lo que me quise, me tengo yo." Ella entonces, viendo acortados los pasos y libertad, cosa tan contra el gusto de las andadorísimas mujeres echó de ver cuánto mejor le solía ir con sayas antiguamente que ahora con plumas de color. Pidió a Júpiter que la tornase a su menester, que mujer solía ser, y el Júpiter, que era bueno como el buen pan y debía de estar borracho cuando tal hacía y deshacía, hízolo como se lo había pedido la papagaita.

A propósito. Tuve envidia como Blandina, y por no tener que pedir a Júpiter ni a otro beodo como él, y por tener juntamente galas y colores de papagayo y libertad de andar y parlar como mujer envié por blanco y color a la tienda de una amiga, con que me pueda poner hecha un papagayo real. Trajéronme buen recado, sino que yo no lo supe amasar. Recogíme a un aposento, no tan defendido que no tenía dos agujeros por donde un tabernero de la calle, que vivía frontero, me solía dar unas esmeriladas de ojos en tiempo que yo solía recogerme a ser cazadora y notomista de puertas adentro, y por jalbegarme a gusto y no me ver corrida como otras veces, tapé lo desmantelado del emplente con tres cedazos, porque ya que me viese el tabernero, fuese por tela de cedazo, como a luna en eclipsi, y aun con todo eso, no me aseguré, porque era el tabernero gran astrólogo destas visiones, y eché de ver que no hube bien puesto los cedazos, cuando cernía mucho por verme, y para excusarle desta labor y a mí temor, volví hacia él las partes que no pensaba afeitar, y puesto el espejo en el velador, me puse un poco de blanco y color de prima postura. Ello no quedó tan bien asentado como Scévola, de quien dicen que vivía tan de asiento, que por no desasentar de una letrina, donde le dio el mal de la muerte, la aguardó allí tan de asiento, que, aunque le quitó la vida, pero no el quedarse sentado por más de cincuenta días en aquella cáthedra de pestilencia.

Podré decir desta primer postura, que la primera en tierra. Como era la primera vez que me hojaldré encendióseme la sangre con la bregadura y excitóse tanto el calor que me derritió el pringue, de modo que cuando llegué a la puente de Villarente, que es legua y cuarto de Mansilla, tuve por buen partido echar mi cara en remojo y lavar toda la unción, que fue la extrema de aquel año. No me pesa sino de ver el mal empleo de una salserita refina, que la reina se podía amapolar con ella. Tengo por cierto que esto de andar al olio es necesario que o sea siempre o nunca, porque lo demás es como comer de una vez para toda la semana, que ni luce ni engorda. Es linda cosa irse entablado el rostro a tercios concertados, amoldándose con la postura y venciendo dificultades, que no se gana Zamora en una hora.

Lava el afeite.

En fin, tornando a mi propósito, yo acabé de componer mi gesto, si a Dios plugo. Tras esto, me eché una saya de grana de polvo, que a fe que otra ha levantado menos polvareda; mis cuerpos de raso, un rebociño o mantellina de color turquía, con ribetes de terciopelo verde, mi capillo a lo medinés, que parecía monje de la cogujada, unas chinelas valencianas con unas medias lunas plateadas, a usanza destas nobles doncellas de Tiro, por si se ofrecía hacer alguno como el de marras. Queríanme subir los galanes, mas yo les dije que era ligera y saltaría sin ayuda de burreros encima de la burra. Puse la sobremesa, que era del bigornio que hizo la mamona a la faltriquera del dormido. En la manga de mi sayuelo metí un manto de burato con puntas de abalorio para lo que se ofreciese, y ofrecióse, como verás. Mi burra iba galana, y yo también, de modo que ella y yo parecíamos de una pieza, como lo sintieron los de Arauco de los caballos y caballeros españoles.

Doncellas de tiro.

Partí llevando los ojos de la vecindad, que si los ojos que tras mí llevé se estamparan en mi jumenta, de burra se volviera pavón. Iba la burra orgullosa y grave, como quien sentía el favor de la carga, que no era mala, por ser yo, ni poca, porque, demás de que yo pesaba mis ciertas arrobitas, como lo podrán decir los del peso de Valencia de don Juan, donde se pesan las mozas a trigo en la iglesia, llevaba las alforjas cargadas de pepinos y cohombros, los cuales me había dado un bendito hortelano, siempre augusto y nunca angosto el cual solía librarnos a las mozas todos sus favores en estas frutillas, mas tampoco nosotras le pagábamos en mejor moneda. También saqué algo fiambre, por no andar en León pordioseando, que como me decían que León era pueblo frío, temí que la caridad leonina no tuviese la misma propiedad.

Fui en compañía de una Bárbara Sánchez, gran mi amiga, y aun no quería yo tanta amistad como ella me ofrecía. Iban también conmigo otras mozuelas que me alababan poco por mirarme mucho. Una dellas, viéndome más lucida que todas, y aún que lo ordinario y acostumbrado en mí, a causa del nuevo acecalado, no lo pudo sufrir, y con más invidia de la fruta de mis granadas que deseo del buen suceso de mis flores, me dijo:

—Señora Justina, muy sonrosada vas.

Yo, que siempre envido en las primeras cartas, la respondí luego —mas confieso que el haberme aforrado de primera me hizo necia de flux— en fin, la dije:

—Señora Brígida Román, no es lo que piensa, sino que me lavé con agua de agavanzas y amapoles.

Dio una gran risada de ver mi inocencia y de que pensase yo que había de persuadirse ella que, porque las amapolas y agavanzas son coloradas, me había de colorear a mí el agua dellas.

Confieso que respondí como inocente, que nadie nace enseñado, si no es a llorar.

La muy matrera, como vio que me llevaba de vencida, me dijo:

—Mi hijita, pues en verdad, que habiéndote encerado el rostro de antemano con esa cera que se te derrite por el rostro, que fue mucho pegarse tanto a él el agua de amapolas y su color, que no suele el agua detenerse tanto sobre cosas enceradas.

Vime convencida de la nueva Celestina, y hube de ser confesora sobre mártir. Mas juré de nunca llevar sobre mi rostro testigos que a la primer vuelta de cordel parlan y descubren cuantos secretos les encarga una mujer honrada en su retrete. Por esta causa, y por no verme más corrida, me apeé y lavé mi rostro y garganta en una de agua, que iba mansamente murmurando de mi sencillez y de mis enemigas por entre unos amenos y deleitosos sauces. Encarguéle el secreto que tocaba tanto a mi honra. Prometiómelo, y creíla, que aunque las aguas no saben guardar secretos, pero tampoco le descubren, que es el misterio que no entendió Erasto. Mas es fácil de entender, porque el agua no tiene sujeto sólido para conservar la memoria de los secretos, pero eslo para que nadie los conozca en ella, porque a nada da asiento ni firmeza. Como dijo el poeta español, no conserva el agua los escritos, mas hace los secretos infinitos. Y cuando no conociera yo esta propriedad en aquella dulce corriente, bastaba ver que se iba riendo conmigo para sospechar que conmigo había de ser noble y fiel, que el agua fue símbolo de la fidelidad, por la que guarda en tornar al mar, de do nació, a pagar el tributo que debe. Estúvome tan propicia, que se detuvo a mi ruego, para que en un breve espacio remirase en ella y en sus cristales mi rostro y mis mejillas, renovadas como alas de águila anciana, la cual, para renovar las plumas, pico y alas, las moja en agua viva, después de tenerlas cálidas con el fervoroso sol y concitado movimiento.

Hasta este punto, yo no iba muy de porte para con mis carillas, como ni ellas muy de amistad con mis carrillos, a causa de que el cuidado de mi cara fue prisionero de mi lengua, si vale tocar en los jeroglíficos que acotó el gran maricón. Mas en echando que eché en remojo mi cuidado, parlaba más que una picaza, y, si bien se contara, más cuentos dije que pasos anduve. Mis carillas, a todo esto, gustaban poco y respondían menos. Lo que más gastaban no eran risas ni palabras, que no las llevaban hechas, sino las nesgas de mi saya y ribetes de mi rebociño, siendo sus ojos, dientes, y su envidia, vientre.

¡Ah envidia envidia! Unos te pintan como perro rabioso, mas a otros les parece que es decir poco, porque al perro el saludador le sana con su gracia, mas el envidioso con ajenas gracias empeora. Otros te llaman leona parida, mas a otros les parece que dicen poco, porque el parto de la leona y sus furias son de cinco a cinco meses, mas tú, de un momento a otro momento estás parida de mil daños y preñada de dos mil amenazas, que eres Hidra en partos. Otros te dan epítetos de arpía, mas pareceres hay que es poco subir de punto tu rigor, porque la arpía, después de haber muerto un hombre, mira su rostro y figura en el agua, y como se ve tan parecida al hombre que mató, ahoga en las aguas su vida por sepultar de una vez su rigor, mas tú, mientras más te miras y remiras, más persigues, y nunca te pesa de daño hecho de hombre a hombre, antes entre los más semejantes eres más cruel y metes más cizaña. Otros te pintan en forma de un tigre que despedaza su propio corazón, mas otros dicen que esto es decir nada, porque en un corazón no tienes tú para comenzar y aun te parece poco si no llegas al alma misma. No acabaré de decir pinturas tuyas, y aunque más males de ti diga, todos serán pintados respecto de tus verdaderos daños. Píntante como escuerzo y como ponzoñoso encovado, porque les parece que el veneno del mal ajeno te engorda y su bien te da en rostro. Pero yo no quiero meter contigo en dibujos, y menos en pintarte, que si a mí se me cometiera tu trasunto y el compararte, sólo te pintara como mujer y como una de mis carillas en quien derramaste un veneno por entero, y este bastara. Pero quiérote dejar, porque me dejes. Sólo concluyo con decirte que entre muchos malos renombres y epítetos heredados de tu madre, la Soberbia, y de tu abuelo el Desamor, ya no te faltaba otro sino llamarte come sayas, gasta tiras engulle trapos, según lo cual, te podrán también llamar tarasca, porque quien engulle sayas engullirá también caperuzas y sombreros.

Esto he dicho a propósito de las que, de pura envidia, comían con sus ojos mis sayas y engullían mis ribetes y molinillos. Mas, punto en boca, que como yo pesqué tanto del sombrero y capa, no faltará quien también a mí me llame traga capas y engulle sombreros.

 

Callar, callemos, que quien tiene tejado de birlo, no es bien bolee al del vecino.

 

Aprovechamiento

 

Pondera el lector, que los males crecen a palmos, pues esta mujer, la cual, la primera vez que salió de su casa, tomó achaque de que iba a romería, ahora, la segunda vez, sale sin otro fin ni ocasión más que gozar su libertad, ver y ser vista, sin reparar en el qué dirán.

 

 

 

 

 


Número segundo
 
De la pulla del fullero
 

Sáphicos y asonancia

 

Yendo su camino,

Desde el jumentillo,

La hermosa Justina,

Mil gracias decía.

De los estudiantes

No la habla nadie,

Porque la temen.

Mas, como el que peca

Siempre paga pena

Vino un estudiante

Fullero y farfante

Que la echó un pulla

Con que quedó muda

Y hecha una rosa.

Ella se las jura

Y ordena tal burla

Cual verás abajo,

Que es cuento galano,

Pues hizo la moza

Escupir la bolsa

Mucha moneda.

 

Muchos estudiantes pasaban por el camino a las fiestas, mas como el rumor de mis trazas y la fama de mis burlas les había dado zahumerio de pimiento, y aun de rebenque, no había hombre dellos que me osase encarar más que si yo fuera hosquillo jarameño y ellos volteados, yo el perro de Alba y ellos Jerosolimitos, yo el león, disfrazado en traje de cordero, y ellos los zorros de quien hace mención la fábula.

Con todo eso, les quiero decir una verdad, que aunque aborrecía estudiantes, sentí y me dio pena que no me hablasen y mirasen, y mientras menos me miraban, más crecía en mí el pesar y el deseo. Somos, sin duda, las mujeres como puentes, que si no estamos cargadas de ojos, se abre y hiende la obra, y antes quebramos por falta de ojos que por sobra de pasajeros, aunque sean muy pesados. Somos las mujeres como mosquitos, que se van con más deseo al vino más fuerte en que más presto se ahogan. Somos como rabos de pulpo, que quien más le azota, le come mejor sazonado. Somos como mariposas, que dejando la apacibilidad del sol y de la luna, con toda propiedad morimos por la abrasadora luz de la candela, donde juntamente hallamos el desengaño y el castigo. Muere muy antes una mujer por un atrevido que ofendió su honor, y aun su gusto, que por un comedido que la guarda el aire, que es un no sé qué y sí sé qué raro. Las mujeres, del disgusto hacemos salsa de agraz al gusto. El diablo entienda el guisado.

Dijo bien un discreto:

—El que quisiere que una mujer tope primero con él que con otrie, hágase sierpe, que como él parle, aunque la haga mal, saldrá con lo que quisiere, porque las mujeres heredaron de Eva hacer rancho con una sierpe, aunque tengan a su servicio un bello Adán, aun en el tiempo de pan de boda. Son como Atalía que despreció todos los dioses y casó con Vulcano el cual con un rayo había muerto a su padre y maridos, y aquesta fue la causa porque los antiguos, para pintar la imprudencia y condición de la mujer, pintaban una bellísima doncella pisando un gallardo mancebo y dando la mano a un horrendo salvaje que, con un nudoso bastón, amagaba un golpe a sus hermosos ojos.

No sé de adonde nos viene morir por lo peor, si no es que sea la causa la que dio un griego, que, como por malo que sea un hombre, siempre hay una mujer más mala, consiguientemente ningún hombre debe ser despreciado de la mujer; mas cuando eso fuera, ¿qué es la causa que tan mal sabemos tantear méritos, graduar personas, diferenciar calidades? Averígüelo Vargas; ello va en la comadre.

Voy a mi cuento. Estudiantes fueron los que intentaron mi deshonor, como viste, y porque pasaban sin hacer caso de mi memoria por ellos, reventaba porque me dijesen algo, y si me lo dijeran, no lo estimara en el baile del rey Perico. Si tengo culpa, aparejen el borrico para cuantas son mujeres, que yo en el mío me voy caballera como las otras, y cuento mi cuento.

Los estudiantes pasajeros andaban más cuerdos que yo, que, como hostigados, no me miraban, aunque yo como mal escarmentada, los echaba un ojo de a real. En viéndome que me velan bajaban la cabeza y decían unos a otros:

—Pasito, bola, amigos, la mesonera burlona.

Las cuales palabras en nuestro lenguaje castellano era como si más claramente dijéramos: "¡Agua va, que pasa la que imprime las burlas con el rebenque!" Más quisiera entonces venir en mi carreta, que a quien me diera un escudo, que para ellos no hubiera otro tal coco, y lo mismo fuera verme los estudiantes en mi carro, que ver los moros al Cid en su Babieca, que fue la emprenta de sus bravezas, según y como me lo solía contar, o, por mejor decir, cantar, un pastelero mi vecino el cual cada mañana me hacía desayunar con tres romances del caballo Babieca. Yo no he visto pastelero más a pie ni más a caballo que aquél, y echábasele de ver en los pasteles, que parecían tener la carne del caballo Babieca.

Aunque los estudiantes no se dignaban de vernos, nunca me faltó por el camino conversación de mujeres y espadachines, porque todo hombre o mujer que no fuese estudiante me decían una chanzoneta. Yo no la escupía, que las mujeres, si creemos a los maldicientes talmudistas, somos hijas de una flauta y un tamboril, y así, salimos estrechas de pescuezo y anchas de cuerpo y hablamos tiple. Si entre chanzonetas y donaires venía de máscara alguna pulla, aunque fuese mayor de marca, la rebatía con la presteza posible y procuraba hacer el retorno con el mejor consonante que podía destilar mi alquitara: Esto de repens es como sale, aunque los buenos dichos de las mujeres, como son todo paja, son los que más presto salen al pelo del agua.

De todas y todos me desquité; sólo de un pícaro, medio estudiante, medio rufián, no me desquité, y no es mucho que una pelota se me fuese por alto, y acontecióme lo que cantó el poeta, que dijo: "Quedóse la respuesta en el tintero, que alguna vez se duerme el buen Homero." Así que este bribón inserto en escolar se llega a mí y, con la mayor socarronería del mundo, me miró en redondo con una sorna que entendí que me había de meter los ojos en el pulgarejo o comerme las tripas con los ojos. Ya que le iba a decir un poco de lo bien hilado, atajóme con quitarme el sombrero y hacerme una inclinación capital y comenzar a alabar mi talle, postura y cuello. Ya ven que una mujer alabada, no tiene espada, y si la tiene, no mata. ¿Qué había yo de decir a un hombre que me estaba loando, y qué no había de poder él decirme, usando de tan astuta invención?

Ya se sabe que el cazador, de ordinario, coge las palomas más a su salvo cuando se están remirando en el espejo del agua su belleza y componiendo con el peine del pico sus doradas y plateadas plumas. Así, no es mucho que me burlase y me cogiese con tiro de palabras y pullas este cazahampo estando yo como inocente paloma entretenida, remirándome en el espejo que me hacían sus alabanzas abogadoras de mis primores. Iba el hombre discurriendo en su laudatoria, y vino a alabarme los agnus y piezas que yo llevaba al cuello, y en esto gastó mucho almacén.

Preguntóme:

—Y, señora, ¿qué piezas son esas dos que lleva asidas al rosario?

Respondí:

—Señor, son unos agnusdei.

Él dijo entonces:

—Eso no son ellos, juro a tal.

—Pues ¿qué son? —le repliqué yo.

Él entonces comenzó a concertar su capa y poner el freno a punto de aires bola, para en acabando de decir su dicho, picar; lo cual hecho, me dijo:

—Hermanita estos son los sellos de las bulas de coadjutoria que lleva para el canonicato del señor don fulano, canónigo de León.

Y señaló pieza no mala.

Tan presto como lo dijo, se traspuso, de modo que cuando me quise descargar, a uso del duelo picaral, no tuve con quien hablar, sino con su sombra y las pisadas del cuartago, y aun este parece que iba ufano de la pulla que me echó su amo, según iba coleando; tal fue su presteza.

Quedé corrida echa una mona. Nada hubo allí bueno para mí, sino un rosicler que me dicen mis vecinas que me hacía no mala pantorrilla a la cara. Juréselas, y no me las fue a pagar al otro mundo. Acuérdate, y verlo has, que si él me glosó el agnus, iba a decir que yo le glosé el quitolis, pero no quiero, por el respecto de cosas santas, aunque es gracia sin perjuicio. Confieso que quedé picadilla, mas estos enojillos son agua de fragua y ceniza, que hace cala para que corte la espada. Este escolar era sobrino de un hermano de un cura rico de aquella tierra. Gran fullero, iba a jugar a León, por fama que tenía de que a las fiestas concurría gente del oficio brujular, que estos huélense de cien leguas como bizmados, y se conocen por brújula, que les sirve de judiciaria en defeto de la cabeza toledana. Y quiso su ventura que en aquel breve rato que me hizo la salutación, le eché de ver una señal, y aun señales, por donde no le podían desconocer, que estos bellacones son los Caínes del mundo, que andan vagamundos y traen señal para que todos les conozcan y nadie les mate, porque quiere Dios que no tengan tan honrados verdugos como manos de hombres, sino que sus pecados lo sean. Las señales que en el rostro tenía eran dos juanetes, que podían ser hijos del Preste Juan, que yo supongo que los hijos del Preste Juan se llaman Preste Juanetes. Tenía un ojo rezmellado y el párpado vuelto afuera, que parecía saya de mezcla regazada con forro de bocací colorado, y el ojo que parecía de besugo cocido y no poco gastado a puro brujulear.

 

 

Aprovechamiento

 

Traza del demonio es que las mujeres libres, a primera vista encuentren ocasiones con las cuales se conserven y continúen sus libertades, porque toma él muy a su cargo fomentar la perdición que una vez persuade.

 

 

 

 


número tercero
 
De la entrada de León
 

Redondillas de pie quebrado

 

Tiene León una entrada

Tan extendida y tan larga,

Que por desabrida, amarga,

Y por importuna enfada.

Mas Justina,

Por vencer esta mohína,

Y por dar contento a todos,

Comenzó a decir apodos

De una entrada tan malina

Y tan lodosa.

 

Yo entré por mi León por la puente que llaman del Castro, que es una gentil antigualla de guijarro pelado mal hecha pero bien alabada, porque los leoneses la han bautizado por una de las cinco maravillas. Casi yo tenía creído que era semejante a la segoviana que hizo Hércules, o el diablo por él, según dicen los niños, o Trajano el que hizo la de Alcántara, de quien dijo el otro al rey Filipo II que mirase su majestad muy bien el ojo del medio, o como la que hizo de media legua de largo Herodes el que reedificó el Templo; pero, con licencia de los señores leoneses, más gesto tiene de caballete de tejado que de puente pasajera. ¡Dolor de la puente de Villarente, que está junto a mi pueblo!, que si no tuviera en medio un tirabraguero de madera, a causa de haberse quebrado por la parte más necesaria y de más corriente, pudiera hablar donde hubiera puentes, aunque fueran las de Navarra, de quien dice el refrán de aquella tierra: "Puentes y fuentes, zamarra y campanas estella la bella, Pamplona la bona, Olite y Tafalla, la flor de Navarra, y, sobre todo, puentes y aguas."

Junto a esta puente por do entré está el arrabal de Santa Ana, que si como iba a ver fiestas, fuera a buscar la muerte civil, yo escogiera el ir por allí a buscarla, como el otro que escogió morir sangrando de los tobillos. ¡Necio!, mejor fuera escoger que le llevaran a morir cien mil leguas de su lugar o que le dejaran ir a morir a León y entrar por la puerta del Castro y arrabal de Santa Ana, que con este medio tuviera esperanza de que en el ínterin pudiera apelar sesenta veces y tener despacho.

Ya quiso Dios que aporté a la ermita de San Lázaro. Quise entrar a hacer oración, mas vi unos altarcitos y en ellos unos santitos tan mal ataviados, que me quitaron la devoción, y yo había menester poco. A la puerta de San Lázaro oí tañer unas tabletas, no de botica, que a serlo fuera más a cuento para remedio de mi cansancio, mas no se me hizo creíble que la ermita de San Lázaro fuese como el templo de la diosa Ceres, que tenía siempre a la puerta pan caliente. También se me ofreció si acaso tañían a entredicho o tinieblas, que, pardiez, según yo sabía poco de Iglesia, no me acordaba si caía el jueves Santo en agosto. También me vino a la imaginación si acaso se habían anticipado mis castañetas y hecho otra levada como en la entrada de Arenillas. Mas nada de eso era, sino que aquella mujer pedía limosna con aquellas tabletas, y para pedir de lejos, de modo que cuando allí lleguen los caminantes traigan desatacada la bolsa y no se detengan en madurar la gana de dar, se hace aquello.

Yo, como nueva, le pregunté a la tablera:

—Hermana, ¿no fuera mejor pedir con la boca, y no, que parecéis que espantaís moscas?

Dijo:

—No, señora hermosa, que esto se hace para que puedan pedir todos los pobres que aquí se curan, aunque sean gangosos y mudos.

Yo enmudecí también, porque me tapó la razón, sólo di un rodeón hacia las compañeras, y les dije:

—Bueno, por vida de Justina, muy próvidos son los de León; a fe mía que deben ser pedidores de a legua y de ventaja, pues enseñan a pedir a los mudos. Amiguitas, otro ñudo a la bolsa, que piden mucho en León.

De la diosa Angerona, dicen los relatores de la jiroblera, que era madre del silencio y abogada de los mudos, y que tenía siempre puesto el dedo en la boca, pero los muy curiosos añaden una cosa en que se parece mucho a esta tabletera de San Lázaro, conviene a saber: en que estaba a la puerta de la iglesia, y en la mano derecha, un plato o cepo en que se echaba limosna para la diosa Volupia. Ya sé que no es sólo León quien tiene estas Angeronas, que todo el mundo es uno, sino que entonces era tan bozal, que no pensé que había en todo el mundo más que un San Lázaro y unas tabletas.

Fui por adelante, y por mis pasos contados me fui al rollo. Vi que enfrente dél estaban unas mezquitas pequeñas o casas de calabacero, donde estaban asomadas unas mujercitas relamiditas, alegritas y raiditas, como pichones en saetera. Parecían cotorreras de a seis en libra, y no lo eran más que la Méndez. Y, por vida mía, que para ser leoneses tan proveídos, no me pareció que las habían puesto en lugar decente y acomodado; lo uno, porque estando aquellas oficinas junto al rollo, ningún leonés honrado puede decir a su mujer vete al rollo, sin que en estas palabras vaya enjerida, como piojo en costura, la licencia para que la tal mujer salga de sus casillas y entre en aquellas casillas, o se ahorque en buen día claro, porque mujer junto al rollo y conjurada con tal maldición, ¿qué otra tela tiene que echar ni otro oficio que hacer, sino es ahorcarse de una manera o de otra, habiendo ocasión para todo? Y tanto mayor inconveniente es éste, cuanto más usada es esta maldición en aquella tierra. Bien sé que las leonesas nunca se aprovechan desta maldita licencia y maldición licenciosa, mas si se aprovechan excusa tienen, diciendo: "marido, hice lo que mandastes." Como el otro hortelano motilón, a quien su provincial mandó que le trujese una lechuga de la huerta, y por saber dél que era espacioso, le dijo por gracia:

—Lo que habéis de hacer es no la traer en todo este año.

Fue el hortelano por la lechuga y no tornó desde allí a un año, que vino con su lechuga al provincial y le dijo:

—Vea aquí la lechuga, padre, no dirán que no hice lo que me mandó.

Quiso el provincial castigarle por fugetivo, mas él se excusaba con decir:

—Padre, ¿vos no me mandastes que no viniese dentro de un año?

Así, las de León las envían sus maridos al rollo, y van y se recogen mientras hace calma o quiere llover excusa tienen de un mal recado, diciendo:

—Marido, vengo de donde vos me inviastes.

Otro inconviniente hallo yo en estar aquellas publicanas en aquel puesto: que es muy húmedo y frío, lo cual, sobre cálido, pela a las gentes y aun a las águilas, y aun hacen muy grande agravio a las bubas que allí nacieren, porque las bubas son nobles y siempre vienen de caballeros y caballería, y las que allí nacieren serán bastardas en fin, nacidas de polvo de la tierra y aun del lodo. ¡Dolor de los que allí trajinaren!, que meterán carga de tierra de España y la sacarán de Francia.

Ahora se me ofrece la causa porque los leoneses debieron de poner junto al rollo aquellas casas de placer; sin duda fue por tener en un mismo cartapacio culpa y pena.

Decía un papelista de aquí de Salamanca que, como no hay sermonario que no tenga junto con la Pascua la Cuaresma, tampoco hay placer carnal que junto a un hoy no tenga un ay, y junto a un pequé un pené. Ello el ejemplo no es muy a pelo, pero pase, siquiera porque no se quejen los papelistas que no entran en la picarada, y ansí es bien que los citemos siquiera a una vez de remate.

Lo que yo sabré decir es que como yo era niña y vi la horca antes del lugar y junto a la casa de las mujeres maletas, pensé que era tan bravo el león, que en saliendo las gentes de el lastre de la casa, los subían a la cámara de popa del rollo, y que en apeándose de las burras, los subían al caballo de canto, y no de órgano; mas después perdí el miedo y vi que no era tan bravo el león.

Todas estas imaginaciones y buenos concetos me importaban para entretener el cansancio con el cual iban batanadas mis asentaderas, lo que era bueno y aun lo que era malo. Si tuviera un ojo en un dedo, como pidió el Momo, a fe que con él pudiera ver estampada en mis espaldas la verdadera imagen de una albarda; por esta causa, si alguna vez salía yo con alguna bachillería y me preguntaban mis compañeras:

—Justina, ¿pero quién te mete la paja?

Respondía:

—Hermanas, la albarda.

También estos buenos pensamientos me sirvieron de freno para refrenar el temor que llevaba, pensando que por la mucha humedad del sitio, cuando llegase a la posada nos había de haber nacido berros en las uñas a mí y a la jumentilla.

 

 

Ya entré por la puerta que dicen de Santa Ana, y a fe que no faltaron gentes que mirasen la procesión de los que entrábamos, y sobre todo la mesonera burlona hacía raya, que un cansancio, aunque embota el gusto, aguza el garabatillo. Hice paraje en un mesón que está pegante con la misma puerta de Santa Ana, lo primero, porque mi cansancio no me daba más licencia, que al cansancio los antiguos le pintaron con las piernas trozadas; lo segundo, me entré allí por ver entrar gente de Campos empanada en carretas; lo tercero, por tener cerca un paseo que llaman el Prado de los judíos, y lo principal, porque vi una fuente apacible allí junto a la puerta del mesón. Fuente es que corre cuando quiere, y algunas veces se queda a oír vísperas en la Iglesia Mayor o hacer colación de rábanos en la plaza de San Martín. Dígolo, porque con todos estos puestos y manantiales, tiene necesidad de hacer cuenta antes de llegar allí, y aun cuando llega trae necesidad de otra tanta agua con que lavar el barro que ha cogido en estas estaciones. Yo había oído nombrar la fuente Cabalina, y viendo que allí iban a beber muchos caballos que habían venido de acarreo para las fiestas, pregunté si aquella era la fuente Cabalina; engañóme el nombre.

Sucedióme también un buen chiste, y fue que me dijo un leonés, viendo que yo miraba a aquellos caballos forasteros:

—¿Qué mira, señora hermosa? ¿Espántase de que haya en León gente de a caballo? A fe, señora, que si hubiera en León caballos, que hubiera muchos caballeros.

Mira, por tu vida, qué querías que le respondiese, sino un ¡arre allá! Pero dejéle, porque me dejase, que, según vi en él era uno de los que buscaban caballo y pudiera ser que me cayera a cuestas la respuesta y el ¡arre allá!

Diome gusto que vi bien proveído el mesón, y sin duda lo estaba mejor que el mío, digo, de alhajas, mas no de astucias, que a las mocitas de munición se les vía el juego a legua. Parecían todas sus trazas hijas de clérigo, según se traslucían ellas de intención bien pecadoras, mas faltábales la sal y el saber, faltábales el consejo de una buena madre que yo tuve, la cual, con media espolada de ojos, nos hacía andar a las quince, si no es que la mano de su reloj anduviese de posta, que para este caso no había regla cierta. Si era necesario, con un mesmo candil nos hacía alumbrar y deslumbrar. Era ella una Circe y mi padre otro Estabulario, tal que no les faltaba sino convertir a los huéspedes en mulas; y si hicieran, si no temieran que, siendo todos mulas, todos comieran la cebada y ninguno la pagara. Yo no sé cómo no fundaron una universidad de mesoneros, que otras ha habido de menos consideración, a lo menos, provecho.

Así que, las mocitas mesón eran en grado superlativo boquirrubias. ¡Cuitaditas! ¡No tenían maestra! ¿Qué habían de hacer? ¡Quién tuviera lugar para hacerles buena obra! Lástima les tuve. El otro, para llamar siempre a uno, decían: El señor fulano, muchas veces come sin plato. Yo se lo dije a las bobillas por ver si habían aportado a la provincia de Pulla, siquiera de barbavento, y me respondieron:

—Sí el pan.

Y pensaron que habían hilado, beatillas.

Estando, pues, contemplando profundamente la somería destas parvolitas y examinando una dellas que, según me dio a entender, pretendía sacar carta de examen para poder públicamente hacer su labor, digo de mesonera, sin temer malsines, quiso mi buena suerte que, acaso sin pensar, supe cómo el fullero del ojo rezmellado el que me dijo en el camino que los agnusdeis eran bulas de coadjutoría, posaba en aquel mesón, lo cual no me dio poco gusto, porque demás de que yo se las había jurado, toda mi vida tuve inquina contra escolares, como el perro de Alba contra los carpinteros de la Veracruz.

 

Aprovechamiento

 

La persona que una vez pierde el respecto a Dios, mira con desprecio las cosas santas y no santas, las honrosas y las que no lo son tanto, y de aquí es que aun de las piedras, calles y edificios y paredes murmura y fisga.