Capítulo segundo
Del fullero burlado
Número primero
De la del penseque
Seguidilla
Hácese bobilla
La del penseque,
Y no mira cosa
Que no penetre.
Ojos que ven no envejecen, si no son los del águila, que cuanto más pico ven, van más a Villavieja. También digo que de la regla dicha exceptúo los ojos de mi amigo el ojimel el sobrino del hermano del cura el que nos vendió el galgo el cual, con la continuación del juego y falta de sueño, andaba tan chupado que pensé que se le había exprimido el alma por los ojos y de puro brujulear se había tornado brujo.
Así, porque no envejeciesen mis ojos, todos once, mientras esperaba alguna coyuntura para hacer la burla al del ojo arremangado, quise ver, y no por brújula, todo lo que había que ver en León, que ojos, y de León, aun durmiendo es bien que estén dispiertos. Y aunque tuve bien que mirar en algunos buenos picos que acudieron a decir donaires, mas como ojos de águila envejecen viendo pico, no quise que me acaeciese otro tanto.
Lo primero, Granado y la Granada habían desembarcado allí y habían de representar la comedia de Santa Tais y Santa Egicíaca, y había de salir la Granada con una calavera en la mano, que cuando la vi salir, pensé que era vieja que salía a echar agua bendita a algún cimenterio. También traían el entremés de los sacristanes enharinados, que parecían puramente torrijas enalbardadas, y otros muchos entremeses que comenzaban:
Pero dejado esto, cree que no soy tan festiva, ni que iba tan descuidada de mi tiro, que no pregunté
Llegué a la Iglesia Mayor, y poco antes de entrar en ella encontré con una tropa de mozas de cántaro que pensé que eran gorriones en sarmentera, según chillaban, y era que al pie del patio, que es el paseo de los señores de la iglesia está la fuente que llaman de Regla, no, a lo menos, por la que allí les vi tener, sino por la que fuera razón guardar junto a tan sacro lugar ya que está allí la fuente.
Estas cantaderas eran buenas niñas, pollas de hasta dieciocho o veinte años en fin, de mi edad, que no tuve yo poca gana de entrar en la danza y injerirme, como fingen de Pigargo, que se metió en el sarao de las reinas, y aun al principio estuve por hacerlo, porque como iban bailando con atambores delante, pensé que iban haciendo gente, y como somos gente, pardiez, por pocas nos asentáramos en la danza. Por esta causa, me anduve un rato tras ellas, bailando con los ojos al son, y algunos de los que me veían me preguntaban si era yo cantadera. Yo, aprovechándome del nombre de cantadera y de la ocasión de fisga, le respondí:
No, hermanos, que estoy en muda como colorín. Yo no canto ni soy cantadera por todo este mes, y si algo canto es clueco, como gallina, y es cuando pongo, y entonces soy cantadera para lo que les cumpliere.
Con esto conjuré algunos nublados, con esto desaparecían como trasgos los mancebos pescudadores, aunque alguno dellos hubo que dijo:
A lo menos, si vos no sois cantadera, tenéis gesto de encantadera.
No se fue riendo, que yo le dije a él:
Si yo soy encantadera, tápate con la cola, pues te sobra, asnazo.
Ya me dicen que no son las cantaderas de dieciocho años, como solían, porque diz que han de ser doncellas en memoria de las que lo eran en tiempo del rey Almanzor, que es una historia brava. Yo no la sé, mas bien pienso que si aquello durara y Santiago no lo remediara, llevaba camino el Almanzor de barrer cuanta virginidad había en España.
El modo de matricular estas danzantas me cuadró mucho cuando me lo dijeron, que diz que los curas, tres meses antes de nuestra Señora de Agosto, tienen cuenta con las casadas que mejor les parecen, de quien saben que son diligentes, y les encargan que les vistan y lleven una de aquéllas, bien impuesta, corriente y moliente para bailar a son con un salterio que les van tañendo; también les van tañendo delante a las cantaderas unos atambores.
Habíanme dicho que en las fiestas de León salen unos que llaman Apóstoles, y pensé que también habían de ser cantaderos y bailar, mas después me dijeron que no se usaba salir sino el día del Corpus, cuando sale la gomia y el gigante Golías, y que no bailan los Apóstoles, por cuanto no hay allí el indulto que hay en Plasencia
Una cosa vi de que se consoló mucho esta alma pecadora; en la iglesia de León hay una claustra o calostra, no sé cómo se llama, sé que en ella hay un patio que gastaron muchos ducados en medio enlosarle y lo dejaron a la mitad, como al labrador de Zahínos, que le hicieron la media barba a navaja y la otra le dejaron, a causa de que pidió plazos para la paga y el maestro para la hecha.
Aprovechamiento |
Personas mal intencionadas son como arañas, que de la flor sacan veneno, y así, Justina, de las fiestas santas no se aprovecha sino para decir malicias impertinentes.
Número segundo
De la vergonzosa engañadora
Una octava con hijuela, que glosan el pie siguiente
Hurté a un ladrón, gané ciento de perdón
A un jugador famoso, gran fullero,
Justina, jugadera más fullera,
Con ser estítico y más duro que un madero,
Le hizo derretir cual blanda cera.
Trocole el Oro aparente en verdadero,
Purgóle la indigesta faltriquera,
Y a sus oídos canta esta canción:
Hurté al ladrón, gané ciento de perdón.
Madre, la mi madre
Remediadme vos,
Que me miran ojos
Con amor traidor.
Prestadme unos ojos
Contra el mal mirón
Porque me desquite
Y le cante yo:
Hurté al ladrón, gané ciento de perdón.
Ya que me vi libre desta medio Celestina y eché de ver que no había más olas de forasteros ni forasteras, comíanme los pies por irme a casa a la hora de las cinco o poco más, porque sabía yo que puntualmente aquella hora era en la que el fullero había de acudir al mesón, y aun él me lo había enviado a decir, y que le viese a la hora de las cinco o poco más.
Tárraga, por aquí van a Málaga etc.
Y decía la copla:
Tárraga, ¿por qué camino
rendiré de amor el pecho?
Y respondía Tárraga:
Párraga, si fueres hecho,
cual Júpiter, de oro fino.
Replicaba Tárraga:
No, que el amor es divino
tiene alas y volará.
Pero Párraga se estaba en sus trece, y decía:
Tárraga, por aquí van a Málaga,
Tárraga, por aquí van allá.
Así que yo no dudo sino que este medio fuera eficaz si lo que ofrecen a los ojos estos de tú si la viste, dieran con ello en las manos. Amor al Cristo sí que le tenía yo, mas el que a él le tenía era tan poco que con dos de jirapliega le barriera de las faldas del corazón.
Entré en el mesón y, como supe donde estaba entré como que no sabía dél, pero tan compuesta y enfrenada como una mula de rúa. No me hubo visto bien el fullero, cuando comenzó a meter fajina y gastar boliña y decir fanfarrias y muchos donaires, y algunos picantes, que estos necios son como lobitos, que no saben jugar sino a mordicadas.
Entré baja encovadera, maganta y devotica, que parecía ovejita de Dios. Entonces eché de ver lo que sabemos disimular las mujeres y con cuánta razón pintaron a la disimulación como doncella modesta, la cual, debajo del vestido, tenía un dragón que asomaba por la faltriquera de su saya. Por cierto, tan en mi mano estuvo disimularme y mostrarme temerosa, que con no tener más vergüenza del hombre que si me la hubieran tundido, hacía de la vergonzosa con tanta facilidad como si mi voluntad y mis carrillos estuvieran hechos del ojo.
Mas, ¡qué boba! ¿Ahora me subo yo a quebrar púlpitos? Bájome con decir que no se espanten que las pecadoras sepamos fingir y disimular.
Como el estudiante me vio tan humilde y vergonzosa y que de sólo alabarme de hermosa me ponía colorada, iba quebrantando olas y haciendo síncopas. En fin, poco a poco se iba enfrenando y hablaba con menos orgullo, ca siempre fue verdadero aquel dicho del maestro: "La vergüenza en la doncella enfrena el fuego y apaga su centella." En fin, ya vino a desfalcar y hablar con menos hipo; íbamos a menos y calló.
Ves, aquí ya tenía Justina la perdiz parada; mira tú si soy buena para perdiguero. Ayudóme mucho a hacer mi tiro que este barrabasino no sabía que yo era la que llamaban la mesonera burlona, o si lo sabía, cególe el diablo, que no se le acordó.
Respondíle con gran mesura:
Yo beso las manos de v.m.
¿Qué sería bueno que me dijese? ¿Qué te contaré? Cuadróle tanto mi virginal vergüenza y cortedad de palabras, que comenzó a decir:
¡Qué mujer ésta! ¡Qué vergüenza! ¡Qué agrado! ¡Mal haya yo si no diera por una mujer como ésta cuanto tengo! Así han de buscar los hombres las mujeres para casarse, con estas vergonzosas encogidas, temerosas, compuestas, que todo es esmalte sobre el oro de la hermosura, harto fue,
Aquí detuvo el portante, porque topó en la piedra del rubí de mi vergüenza, lo cual me cubrió de una hermosa púrpura sembrada de escarlates, cuando me alababa. Llanamente, él me compuso una letanía de epítetos y gracias mías que, a ser yo tan blasfema como el pícaro del auto de Llerena, fuérale respondiendo ora pro nobis.
Tras toda esta laudatoria, arrojó un celemín de ofertas cordiales:
Mándeme, señora, que mal haya yo si no la sirva de ojos, que aunque me ve apicarado y sin temor de Dios y de las gentes, de que me arrepiento, vive Dios, que me muero por doncellas virtuosas y de vergüenza. Juraré yo que está v. m. criada a pechos de buena madre, que en el blanco de los ojos se lo echará de ver un niño.
En diciendo esto, trocó la lengua en ojos.
Digo que una modestia, aunque sea fingida, de una mujer pondrá puertas al mar y quemará un río con toda su corriente. Véanlo por mi hombre, a quien mi vergüenza tenía en tal disposición que en el calor de su pecho, pudieran cocer más masa que en un horno de concejo,
Como yo vi buena coyuntura, y tal que pesara él cada onza de mis palabras a otro tanto de topación entré con mis once de oveja y fingiendo que de pura vergüenza tenía caídas las golillas, y que tragaba saliva a duras penas, y tantas que a garabatadas de ruegos era necesario partearme las palabras, le dije:
Por cierto, señor licenciado, que no está v. m. engañado en ofrecerme toda esa merced, que es cierto, verdad, que anoche, aquí en la posada, me dijeron que v. m. pretendía empeñar una pieza de oro por no sé qué dinero prestado, y dije que me le llamasen a v. m., que yo quería, sin otra prenda más que su palabra, prestarle todo el dinero que trayo, que son cincuenta y cinco reales y dos cuartos, porque yo sé que el señor su tío de v. m. es muy abonado y rico, y v m. puede pagar más que eso, que ha días que una mal lograda hermana que tengo, a quien no me parezco en la condición, antes, por huir sus libertades, vengo a buscar mi remedio y encomendarme a nuestra Señora del Camino; ésta me dijo quién era su tío de v.m.
A esta razón, como fundada en falsa presumpción, él se hizo de nuevas, y dijo:
Así lo creo yo, dije, que esa pieza no la había v. m. vendido ni empeñado, sino que la debe de traer consigo.
Así es, dijo el hombre, y véala v.m.
Y comenzó a desabotonar el sayo.
, como vi a hombre quitar botones de sayo, atemoricéme y apartéme un poco, mas él se me llegó un mucho y me hizo miralle por fuerza, diciendo:
Mírele, señora, que quizá no habrá visto otra tal pieza.
Yo no con pocos ademanes de vergüenza, soltándole y tornándole a tomar, le miré y remiré a mi sabor, por señas, que creo que se me salió el alma a los ojos, y tras ella las tres potencias a mirar la pieza.
V. m. le goce con quien más bien quiere.
Pensando que quizá me respondiera.
Pues v.m. la goce, porque v.m. es a quien yo más quiero.
O, si quizá me preguntase si me quería servir dél, mas paréceme que por entonces no quizó.
Es muy ordinaria treta de mujeres alabar una cosa para que nos la den, o por ganar nuestra boca, o por temer no reventemos de antojadas. Están tan en uso esto, que ya se tiene por vil quien no se deja caer en este lazo. Mas yo conocí un bellaco que con gran subtileza se salía dél. Si le alababan mucho alguna buena pieza, oíalo, y ya que se habían cansado de alabarla, o, por mejor decir, de pedírsela, preguntaba muy de reposo:
¿De veras, señoras, que a vuesas mercedes les parece bien?
Decían sí y resí mil veces, por entender que a cabe de paleta estaba el decir: pues sírvase v. m. de la pieza. Mas él entonces, con mucha pausa, decía:
Huélgome que esta pieza esté calificada con tan buenos votos, por estimarla más de aquí adelante. Yo, por ser tal la aprobación, la terné por pieza avinculada.
A gente más moderna solía decir cuando le loaban sus cosas:
No me espanto que a v, m. le parezca bien, que por buena me costó a mí.
Este mi hombre no sabía tanto de respuestas como de echar cerraderos, y hízose gorra, aunque pienso que lo debió de hacer por pensar que de vergüenza no la recibiera yo a título de dada.
Ya que vi que este tiro había salido incierto eché el resto de mis estragemas, y comencé a fingir con ademanes y tragantones de saliva y encorvadas de rostro y cuello, que no me atrevía, aunque quería, decirle una cosa.
Señor, yo quisiera, no sé si lo diga, yo quisiera trocar este agnusdei de oro, y así, si v. m. en algún tiempo ha de trocar esa pieza de oro, yo trocaré con v. m., y lo que pesare más yo lo pagaré a v. m., que ya yo he dicho a v. m. que
¿Qué razones éstas para no le enternecer? ¿Qué cabe para no le tirar? ¿Qué lazo para no caer? No hube bien dicho esto, cuando descuelga la pieza de oro del cuello y me la pone en las manos.
Ay, señor, que no quiero. ¡Tómelo allá! ¡Desdichada de mí! No quiero yo nada dado, lo que quiero es que lo tase un platero, y lo que fuere de más a más de su Cristo a mi agnus de oro yo lo pagaré a dinero. ¿Qué dirán de mí los primos y primas que vienen conmigo, sino que soy alguna mala mujer?
Tanto le porfié, que por mi ruego trajo un platero amigo, a quien dijo:
Señor, a esto os llevo encárgoos que en todo seáis contra mí y en nada contra la dama con quien trueco, que vive Dios que mi gusto era que ella se sirviera de la pieza de bueno a bueno.
De las fanfarrias que él dijo al platero sobre la paga que él esperaba de su alejandría no me haga Dios testigo, ni de otras tales; mas vaya, que ya se sabe que los hombres las más veces se alaban, no de lo que es o fue, sino de lo que les estaba bien que hubiera sido.
Vino mi platero con su peso y todo recado, y por pocas no me hallara, que me escondí de vergüenza. Verdad es que a la ventana aguardé, como Hero a Leandro, a lo menos como a Alejandro, y después que vi que estaba en casa, me metí detrás de una cortina. Todo lo llevaba la jacarandina.
Sacaron a la infanta detrás de la manta. Mirélos, desenvainó su peso el platero, que no fue estocada, y las pesas, que no fueron pedradas. Pesó la pieza y dijo:
Pesa ducientos reales.
Hícele un gesto de probar vinagre. El fullero hízole del ojo al platero para que no anduviese tan en fiel.
Añadió el platero:
De hechura, perlas y esmaltes, tres ducados, no medre yo si no valían otros ducientos reales.
Y así enmendé el rostro y púsele de perlas.
Llegó a pesar mi agnus, no tan en el fiel del peso cuanto en el de los ojos del fullero, y como eran algo desconcertadillos, no tomó bien el tino, y dijo:
Pesa el agnus solos diez ducados.
¿Qué le parece, señor maeso? ¿No le parece que es buen oro y muy fino el de mi agnusdei que doy en trueco al señor licenciado?
El dijo:
Muy bueno, señora, de Portugal.
Y aun el platero pienso yo que era algo de allá, que sus fumeciños daba de muito galante, que a no venir de tasa, él saliera de ella; mas como temió al fullero, tornóse con su peso y pesas como se vino.
Dicho esto eché mano a un bolso que traía y, temblando de vergüenza de dar y tomar con hombres, le di al escolar en sus manos los dieciséis reales en que fui condenada y al dárselos me animé a reír un poco, mostrándome contenta, agradecida y halagüeña más que perrilla de falda, que siempre acompaña la alegría con temor de que le destierren de las faldas a título de ¡Cipe, zucio!
Díjele:
Él entonces me volvió los dieciséis reales, y aun me los metió por fuerza en la manga. Ya te he referido que en esta manga tenía yo emboscado el bolsillo con el agnus de plata parecido al de oro, y así, porque no encontrase con este bolsito en quien yo tenía envuelta mi segunda treta, acudí a la manga y metí mi mano a las vueltas de la saya.
Nunca más, nunca otra en mi vida tal me acaeció con hombre.
En esta coyuntura entró la segunda burla.
Yo, para darle a entender que me daba pena el verme tan obligada, le dije:
Muéstreme v. m., muéstreme v. m. ese mi agnus de oro, que no me ha de llevar por ahí, que yo quiero no quedar a deber más que buena voluntad.
Él se hizo de pencas, por pensar que yo quería deshacer el trueco, pero como le importuné, me lo dio al cabo, diciendo:
Tomé el agnus de oro, y dije:
Si no fuera grosería yo deshiciera el concierto, pero ya que v. m. quiere hacerme tanta merced, yo le quiero dar de mi mano cierta cosa con que se desquiten los dieciséis reales.
Entonces, como de vergüenza niñera, le volví las espaldas porque no viese lo que quería yo hacer. Él estuvo quedo como un cepo mirándome sólo por detrás, como si yo tuviera vidrieras en el espinazo, sin intentar ver mis manos ni lo que hacían.
En esta manga metí el agnus de oro que le tomé y saqué el bolso de tela con el agnus de plata el cual había yo guardado para esta sazón y coyuntura. Alargué la mano, hícele una solemne reverencia y dile el bolso. Sacó el agnus de plata sueltos los cerraderos para que le viese y no pensase que era engaño.
Al darle, dije:
Tome v.m., que en verdad este bolso me le dio por vistas uno que había de ser mi esposo, y le costó cuatro ducados, y por seis no estuviera en m poder.
No hube bien dicho lo del coste de los cuatro ducados, cuando el dómine licenciado escupió otros tantos de su indigesta faltriquera y me los dio. Yo, por no ser porfiada, tomélos con dos deditos. Entré en el número de damas, cuyo nombre quiere decir da más, y él en el del buen ladrón, que es di más. Y es claro que las mujeres, pues fuimos hechas de una costilla de hueso de hombre, tenemos privilegio para recebir y pedir hasta dejar al hombre en los huesos, y aun después de todo, pedir los huesos por justicia.
Y aun para doblar la burla, de ahí a un hora estando él jugando, me puse a cantar una canción que entonces andaba muy valida, pero tan a propósito que no pudo ser más. Al principio del número la puse.
Él se puso a escucharme con harto gusto. Y decía:
En todo tiene gracia esta doncella.
Mejor dijera:
En todo tiene agraz esta matrera.
Aprovechamiento |
La modestia y vergüenza, aunque sea fingida es agradable y muy decente a las doncellas, y gran pecado el aprovecharse mal de una cosa, de suyo tan buena y loable, para fines malos.
Número tercero
De la burla del ermitaño
Sextillas de pie quebrado
Fue un ermitaño ladrón,
Llamado Martín Pavón,
A dar una pavonada
En la ciudad de León,
Y posó en el mesón
En que estaba aposentada
Justina,
Gran zahorí y adivina
De gente desta bolina.
Él era muy redomado,
Mas ella fue tan ladina,
Que a puro meter fajina,
Le cogió como a un cuitado
Sus dineros.
Todos los días de mi vida quise mal a bellacos hipocritones, y no me falta razón. Los malos justamente son aborrecidos por las virtudes en que faltan como flacos, pero los hipócritas sólo por lo que tienen y por lo que mienten. Caso bravo que quieran éstos que respectemos las virtudes que no tienen, que llamemos al mono hombre, al lodo oro, al oropel perlas y a sus marañas y latrocinios tesoro de bienes. Dios me deje avenir con un bellaco de pan por pan, y no con estos sirenos enmascarados.
En mi pueblo hubo uno de éstos, tan gran ladrón como hipócrita, que en hábito de ermitaño era gran garduño; por tal le prendió el corregidor. Escapóse dos días antes de nuestra Señora de Agosto y fue a posar en el mesmo mesón del fullero con quien tenía especial conocencia, porque se llamaban Pavones.
Pavón se llamaba, y es proprio este nombre para que por él y por las cualidades desta ave me vaya yo acordando de las malas y perversas bellacón.
El pavón todo está lleno de ojos, y ve tan poco, que, si la pava se le asconde, jamás la puede descubrir hasta que ella quiere.
Quien viere una ave tan linda como un pavón, pensará que tiene la carne más blanda que el pavo de Indias, mas en hecho de verdad, no la hay más mala, más negra ni más dura. Así, quien viera a este hipocritón tan cargado de los ojos de todos como de trapos, descalzo, maganto, ahumado, macilento, pensara que sus proprias miserias le pusieran ojos y compasión de las ajenas,
El pavón tiene un pecho dorado, de color de finísimo zafiro, pero los pies son feos y abominables; así, quien viera la modestia, pensara que era oro todo lo que en él relucía. Hacía que rezaba y daba el silbo como cañuto de llave;
El pavón es de terrible y espantosa voz, mas los pasos tan sin sentir como si pisara en felpa. Así, éste daba gritos que fuésemos buenos y metía más herrería que un Ferrer,
En suma el pavón tiene figura de ángel, voz de diablo y pasos de ladrón: puro y parado Martín Pavón.
En fin, como no hay cosa encubierta si no es los ojos del topo, vínose a saber su vida y milagros. Prendiéronle. Soltóse.
Saludóme humildemente, diciéndome:
Dios sea en su alma, hermana.
Yo confieso que como no estaba ejercitada en esas salutaciones a lo divino, no se me ofreció qué responder, porque ni sabía si le había de decir et cum spiritu tuo, o Deo gratias, o sur sum corda, mas a Dios y a ventura, díjele:
Amén.
Ya que me tuvo parada, y tal que a su parecer no era censo de al quitar, me dijo:
Hija, razón será que se acabe de leer este capítulo que tengo comenzado, porque como son cosas de Dios, no es razón que las dejemos por las terrenas, vanas, caducas y transitorias de las tejas abajo.
Yo, cuando oí aquello de las tejas abajo, sospiré un sospirazo que por pocas hiciera temblar la taconera de Pamplona, como cuando la ciudadela mosquetea.
El prosiguió con su sermona:
Podrá ser, hija mía, que la haya encaminado el Espíritu Santo, para que oya algo que le aproveche, y si tiene algo tocante a su alma, después habrá lugar para comunicarlo.
Pardiez, por entonces tapóme y hízome oír lo que bastó para enfadarme, y díjele:
Padre mío, yo traigo lengua de su buena vida y tengo necesidad de consolarme con su reverencia. Traigo priesa y no me puedo detener. Ruégole que, si es posible, deje eso por ahora y oya una cosa que quiero comunicar con él, que importa a la salvación de mi alma.
Él entonces, que no quería otra cosa, sino que aguardaba a que yo le hiciese el son, dejó el libro, y aun y aun asomó a quererme consolar por la mano, por consolarme en arte de canto llano, que comienza por la mano. Mas yo, como intentaba consuelos en contrapunto, ahorréle esta diligencia, y propuse y dije:
Padre, yo soy una mujer honrada casada con un batidor de oro. Soy natural de Mayorga. Vine aquí con unos parientes míos a las fiestas de la bendita Madre de Dios y a estarme aquí algunos días en casa de una prima mía, beata, haciendo algo y comiendo de mi sudor.
Respondióme y díjome muchas cosas que de suyo provocaran a castidad, si él no castrara la fuerza dellas con ser quien era. Decía sin duda, buenas cosas, pero con un modillo que destruía la substancia de la dotrina, que bien parecía obra de diferentes dueños, pues la sustancia olía a Dios y el modillo a Bercebú.
Después de alargar arengas, tan malas de entender como buenas de sospechar, no pude atar cosa que dijese, sólo colegí que en buen romance, me aconsejaba que muriese de hambre en amor de Dios, si pensaba ser buena, y si mala, que él me aplicaba para la cámara, y que menos escándalo era que entre Dios y él y mí quedase el secreto; y que cuanto al pedir para mí, pienso que dijo que tenía gota y no podía andar,
¡Tómenme el despecho del ermitaño! Ya yo sabía que éste había de ser el primer auto, pero yo iba pertrechada de fajina. Díjele, pues:
¡Ay, padre! ¡No quiera Dios que yo llaga mal a un siervo suyo como él! Ya que yo haya de serlo, acá con estos bellacos del mundo es mejor, porque lo uno es menos pecado, porque es caza que se sale ella al encuentro es mancha en más ruin paño y es más a provecho; en fin, saca el vientre de mal año.
Él en oyendo corregidor de cerca de León, criado del Almirante, luego sospechó, como culpado y temeroso, si era el de Mansilla, y preguntóme:
Jesús! ¿Quién es ese mal juez o de qué pueblo? Dios tenga piedad, por su misericordia, de pueblo gobernado por un hombre de tan poco gobierno. Decidme, hija, de qué pueblo es, para que yo le encomiende a Dios.
Yo, con inocencia aparente, me di una palmada en la frente, y dije:
No se me acuerda; bien sé que es tres leguas de aquí.
Él me dijo:
¿Es Mansilla?
Respondíle:
Sí, sí, sí ese es el pueblo. Y ha venido aquí el corregidor a ver las fiestas, y como me ha visto a mí, dice que si yo le hago placer, no quiere más fiestas.
Lo que él se inquietó y azoró no se puede significar, porque se le traslució que le venía a buscar y a prender y a hacer extraordinarias diligencias, pero el hipocritón, como yo le dijese que no se inquietase, me respondió:
No os espantéis, hija, que las ofensas de Dios en el pecho de un cristiano son pólvora que le minan y hacen que se inquiete y salga de sí. Pero con todo eso, decidme, hija, ¿ese corregidor sabe adónde vivís?, ¿no os podíades vos esconder dél? Ítem, si yo os buscase dineros, ¿cómo le habíades de huir el rostro?
A esto le respondí:
Padre el corregidor bien sabe que yo poso aquí, y dice que aquí, a este mesón donde estamos, ha de venir a la noche, y que para esto tiene un buen achaque, y es que anda espiando un famoso ladrón que en Mansilla llaman el Pavón el cual se le fue de la cárcel de Mansilla y se vino aquí a León, y creo no tardarán mucho en venir.
Entonces el bellacón se alteró aún más, viendo que si el corregidor venía, le había allí de coger in fraganti. Con todo eso, me hizo otro sermoncete, pero con mejor método que el pasado, porque la conclusión fue darse otra palmada en la frente, confrontábamos, y decir:
¡Ya, ya, alabado sea el Redentor! Algún ángel dejó aquí unos dineros de un mi compañero para tal necesidad. Yo me quiero atrever a tomárselos, con que vos le recéis otros tantos rosarios como os doy de reales.
Dicho esto, sacó de un zurrón seis escudos y me los puso en estas manos pecadoras. Juntáronse su temor y mi contento para que ni él me dijese otra palabra ni yo a él. Fuime.
Él luego mudó de traje y se fue a ver con el fullero. Yo ensillé mi burra y marché, porque los Pavones no me cayesen en la treta.
Pavón fue éste que en mi vida más supe dél, que ha sido mucho para la mucha tierra que he visto y para la dicha que he tenido en encontrar con bellacos.
El del ojo rezmellado no me vio jamás, pero escribióme una donosa carta, y yo en respuesta, otra no menos,
Aprovechamiento |
Hipócritas y gente que no viven en comunidad y hacen ostentación de ejercicios y ceremonias y hábitos inventados por sólo su antojo, siempre fueron tenidos por sospechosos en el camino de la virtud.