Libro secundo, Parte tercera, Capítulo primero


Tercera parte del libro segundo de la pícara romera
 
Capítulo primero
 
De la mirona gustosa
 
Número primero
 
De la mirona fisgante
 

Esdrújulos sueltos con falda de rima

 

Suele en el verano el blando céfiro

Hacer entre las yerbas varios círculos,

Entrase penetrando hasta lo íntimo,

Queriéndolas haber con los antípodas;

No pudiendo bajar, sube al empíreo,

No pudiendo subir torna a lo ínfimo;

Anda, vuelve y revuelve, y desde el ártico

Da vuelta general hasta el antártico.

El necio, cuando oye tal estrépito,

Teme como si fuera ruido bélico,

El sabio dice que es cosa utilísima,

Pues los terrestres, aéreos y acuátiles,

En él tienen contra el mal antídoto,

Gusto, regalo, esfuerzos, ánimo;

Sólo el enfermo dice ser mortífero

El dulce viento, a los sanos salutífero.

Así, Justina, hecha un blando céfiro,

Con pies, ojos y lengua hace mil círculos,

Apodos da, que penetra hasta lo íntimo,

Sus ojos son zahorís de los antípodas:

Lo que encarece, súbelo al empíreo,

Lo que vitupera, abátelo a lo ínfimo,

Anda, vuelve, revuelve, y desde el ártico

No deja cosa intacta hasta el antártico.

Oyóla un necio y hizo tal estrépito,

Cual si resonar oyera rumor bélico,

Mas ella prueba ser cosa utilísima,

Trayendo a cuento, ¿qué piensas?, los acuátiles,

Y concluye que las gracias son antídoto

Contra el daño, y en las penas ponen ánimo,

Que sólo un necio siente ser mortífero

Aquello que llama el cuerdo salutífero.

 

Dicen que la vista es el sentido más noble de los cinco corporales, y por esta causa los philósofos le dan muy honrosos epítetos. Y he oído que Aristóteles dijo ser la vista la más noble criada del alma y la más fiel amiga de las sciencias; y Platón la llamó espejo del entendimiento; Séneca, arcaduz de bienes; Cicerón, mina de tesoros; Eurípides, llamó los ojos los galanes del alma; Teseo, escuderos de la voluntad; Menandro, espejos de la memoria; los excelentes griegos, reyes de lo criado; los poetas los llaman aljófares, perlas, cristales, diamantes y estrellas. Estos diz que lo dicen; véanlo allá, que si la cota saliere falsa, no seré yo la primera que creo en cotas que no son a prueba.

Así que todos convienen en que no hay gozo sin vista, y que con ella todos los gustos son tributarios del alma. Por mí digo que esto de ver cosas curiosas y con curiosidad es para mí manjar del alma, y, por tanto, les quiero contar muy de espacio, no tanto lo que vi en León, cuanto el modo con que lo vi, porque he dado en que me lean el alma, que, en fin, me he metido a escritora, y con menos que esto no cumplo con mi oficio. Y noten que cuando les parezca que mormuro, me aguarden, no me maldigan luego. Espérenme, que, cuando no piensen, volveré con la lechuga, que aunque sea para con tocino no es mala, y hecha la cuenta, verán que torno más honra que la que debo, que no pretendo disgustar a nadie ni llevar lo bien ganado.

Como digo de mi cuento, yo entré en León, caballera en mi borrica, por la puente que llaman de San Marcos, que es el nombre de un ilustre convento de los señores freiles de Santiago, a cuyas paredes está arrimada la puente. Esta casa, según me pareció, tenía muy buena habitación, si se toma en las sillas del choro, que son tan buenas como yo pienso que serán las celdas en que han de vivir, cuando las hicieren. También la iglesia está muy buena. Es muy sumptuosa, capaz, exenta, costosa, alta, anchurosa, desenfadada, grave y galana; sino que yo quisiera que la volvieran lo de dentro a fuera, como borceguí, y si así estuviera, estuviera al derecho. Dígolo porque noté que lo más delicado de la obra, lo más primo y más costoso y la imaginería de canto más delicada y más subtil la pusieron hacia fuera, al oreo de viento y agua, y lo más llano hacia dentro. Yo no sé qué fundamento tuvieron los artífices para hacer un tuerto tan contra derecho. Esta misma cuestión se movió estando yo presente, y sobre cuál hubiese sido la ocasión de traza semejante, daban mis compañeros los romeros varios pareceres.

Y no se espanten, que ya han prescripto los holgazanes en dar sus votos sobre toda architectura y perspectiva, y aun los pícaros no admiten cuento que sea de menos estofa que la toma de la Goleta, y cuando mucho quitan del precio, consienten, de por amor de Dios, que se cuente a la ligera un poco del señor don Juan de Austria, con censo de que al mejor tiempo se le ponga silencio para que se trate de mayores cosas. Así que comenzaron a discurrir mis camaradas en esta cuestión, que, a caer entre pícaros, la llamaran de vos, sin permitirla sentar. Pero romeros comen de todo.

El primer voto, sin duda galano, fue decir:

—Mirad, esta iglesia, como está tan junto al río, débenla de lavar a menudo, y ahora, como la han puesto a secar, sécanla por el derecho, que en estando enjuta, volverán la haz hacia dentro, como a ropa seca.

Otro dijo:

—No es eso, sino que esta iglesia la fundó gente charitativa, y viendo que todo el aire burgalés, que es el dañoso, había de entrar por esta parte, pusieron hacia fuera la imaginería, para que tocando el aire en ella se purificase de pestilencia.

Devota contemplación, por cierto, pero a mí no me cuadró, porque si esto pretendieran, no habían de haber puesto, entre otras santas imágines, algunas medallas que allí hay de mozas tan pecadoras como yo y otras como yo.

Otro dijo que, como aquella casa se ha mudado tantas veces, a la iglesia se le antojó también, y no se le amañando jornada más larga, se volvió lo de dentro a fuera, que fue encamisada de las más galanas que yo he visto.

A lo menos, si es así que desde principio la fundaron aquella casa como ahora está, una queja tenemos los forasteros de los señores tracistas, y es que, sin duda, fiaron poco de nuestra devoción y curiosidad, pues creyeron que no tendríamos flema para entrar adentro a ver lo bueno, si lo pusieran dentro sino que lo dispusieron de tal modo que visto el lienzo del frontispicio, no hay más que ver. Es como colgadura de tela, que todo se ve de una vez, o, por mejor decir, es comida a la borgoñoña, que todo se sirve junto. Verdad es que adentro diz que tienen un muy buen medio claustro con una escala de Jacobe que parece que se hizo aposta para enseñar a trepar. A fe, que diz que es agria, aunque no sé si esto de la escalera mal madura es allí o en el monasterio de Señor San Claudio, donde cantan muy recio unos pavos. También tienen allí en San Marcos una sacristía de muy buen yeso, con variedad de molduras y medallas, que, por lo menos, nadie dirá que aquella sacristía está hecha en canto llano. Junto a este convento, vi un hospital, que se edificó para que estén allí malos los franceses y otras gentes que van camino de Francia y no buscan a Gaiferos.

Parecerle ha a alguno que soy corno el hortelano, que de cuantas yerbas toco, sólo echo mano de la mala, pero aunque pícara, sepan que conozco lo bueno, y sé que aunque esta iglesia, mirada con ojos médicos, cuales son los míos, parece que está al revés. Pero para quien mira a las derechas, al derecho está, sino que siempre fue verdadero el refrán de aldea: «Cual el cangilón, tal el olor». Los ojos picaños, aunque sean trucheros, siempre tienen algo de borrachos en pensar que las combas del nivel propio son tuertos de lo que mide.

Bien veo que fue muy buena traza no poner aquellas medallas junto al Sacramento y en parte tan escura, y si dije que no hay más celdas y habitación que iglesia y choro, burléme, ca, hablando de veras, es claro que es suma alabanza suya el no haber edificado celdas para sí ni cuidado de su descanso por sólo dársele a Dios, y carecer de aposentos porque Dios los tenga holgados, que aunque pecadora, bien sé la historia de Salomón, el cual primero dio templo a Dios que palacio a su corona, y la de Urías, que no quiso cama por saber que estaba en campaña la tienda del capitán general de los ejércitos del cielo y suelo. Si mi voto no acortara la grandeza de aquellos señores, yo los llamara segundos Urías y Salomones, pues por haber dado insigne templo y casa de descanso a Dios, carecen del suyo propio, cuanto y más que la orden de aquellos ilustres caballeros no quieren descanso, siendo su profesión y ejercicio el quitar a los enemigos el que desean y ahuyentar la infidelidad de los términos de su invencible España. Estos cuidados los hacen no acabar claustros, pretendiendo antes atender a cercar y claustrar ciudades y reinos enemigos. Y este asiduo y trabajoso ejercicio les hace que no sientan la subida de escaleras agrias, gente que escala fuertes con tal valor, que si en las nubes hubiera muros de enemigos, por ellos rompieran y en el más alto alcázar pusieran su real bandera adornada con la espada que da a España renombre famoso y blasón insigne.

¿Paréceles que lo he parado bueno? ¿No ha estado buena la buena barba? Pues déjolo, con juramento que es verdad todo esto y otro tanto que callo, así de lo de veras como de lo de burlas. Hágome de cuenta que, callando lo ridículo y lo no tal, quedará la olla de mi seso hecha cazuela de pepitoria.

Quiero contar mi derrota y camino.

Dos famosos ríos cercan a León, para que entre otras coronas que ciñen aquella ilustre cabeza de las Españas, no sea menor una corona de claros y cristalinos ríos, adornados de varios y frondosos árboles pregoneros de una victoriosa e ilustrísima cabeza. Por la ribera de uno de éstos ríos, alta, llana y apacible, fui caminando para entrar en la ciudad. Yo amo a aquel pueblo por ser cabeza de mi madre Mansilla, y así me perdono por haber dicho mal dél. Cuanto dije de mal en la primera entrada fue disimulo, que el que quiere bien una cosa siempre anda por extremos, cuando diciendo mucho bien, cuando mucho mal. Pero siguiendo el picaral estilo que profeso, acudiré a lo uno y a lo otro. Sólo vayan con lectura que lo bueno se tome por veras, y lo que no fuere tal, pase en donaire, porque lo contrario sería sacar de las flores veneno y de la triaca que hago contra sus melancolías tósigo para el corazón.

Fui caminando, como dicho tengo, por una espaciosa y apacible ribera, hasta entrar en una ancha calle que tiene ambas las aceras de huertas y planteles amenísimos. Llegué hacia otro convento que está junto a la puerta por donde entré en la ciudad, y no tuve poca gana de entrar dentro de la iglesia, siquiera a la puerta a tomar agua bendita, que no venía yo tan mal obligada de entradas de iglesia, que trajese perdidos los aceros de entrar por sus puertas.

Parecióme el monasterio grave y bien edificado, mas quiso mi desgracia que, aunque vi la iglesia y el monasterio por defuera, no entré dentro, porque jamás pude columbrar ni divisar la puerta de la iglesia, o si la vi no la conocí, porque una que allí se descubría era agravio manifiesto pensar que por ella se entraba. Por menos inconveniente tuve pensar que en aquella iglesia se entraba por minas, como en la ciudadela de Pamplona, o por el tejado con garruchas, como en algunos castillos, que pensar que por tan poca puerta, vieja y baja, astrosa y estrecha, habían de entrar. Porque pensar que era casa encantada y con puerta invisible, es pensar que somos esdrújulos. A lo menos, no podrán decir que aquella es la puerta de los vicios, sino puerta de las virtudes, pues en la entrada es tan estrecha cuan anchurosa después.

Con esta ocasión, pasé de largo sin ver el monasterio más que por defuera; sólo pude echar de ver que aquel monasterio tiene más tierra que el Escorial —entiéndese en las tapias—. Por eso decía el otro: «Dios te deje, hijo, tratar con gentes llanas que hacen las casas a mazadas.» Verdaderamente que cuando los predicadores quisiesen decir a los hombres que sus cuerpos son casas terrenas, les podrían decir: «Acuérdate, hombre, que tu cuerpo es casa leonesa», que en nuestro lenguaje jacarandino sería decirle: «Acuérdate que tu cuerpo es terreno y desmoronadizo».

Aunque no vi el monasterio, tuve mucho cuidado de preguntar a mis compañeras si le habían visto, y me dijeron que sí. Pedíles que me contasen lo visto, y una me dijo que le mostraron un candelero de Flandes, el cual, sobre una piramidal de bronce torneado, funda un vistoso artificio, y tronco de bronce salen cuarenta y cinco hermosos candeleros de tres órdenes, a quince por banda, con gran proporción, y, de trecho en trecho, entre candelero y candelero, sembradas bolas de bronce y selvajes de preciosa labor, y en el último remate, un selvaje bravato con unas armas asidas de la una mano y en la otra un ñudoso bastón. Yo, cuando lo oí, las dije:

—Según eso, cuando ese selvaje y selvajicos estuvieren colgados, al menearse el candelero, parecerá danza de títeres o matachines gobernada por el gran selvaje.

En fin, me hicieron creer que era el mejor candelero del mundo, y por hacerles limosna y buena obra, lo creí.

También me dijeron que les mostraron seis cabezas de vírgines, las tres bien puestas, bien labradas y aderezadas, con unas piedras que fueran preciosas si todo lo que reluce fuera oro; las otras dos o tres las tienen en unas cajas de unas madera muy no sé cómo, y hízoles lástima su mal aliño, mas esto de la pobreza hace que las cosas estén al justo del posible y fuera del nivel del deseo. Yo mando dos reales de limosna para el aderezo y ruego que pidan para ellas, que cuando todas las pícaras den tanto como yo prometo, yo creo que en son de hacer cabezas de vírgines, podrán hacer otras tantas de lobo.

Como cuando yo oía esto iba diciendo algunas gracias, quiso mi ventura que un cura, muy aficionado a los frailes de aquella orden, que me había venido escuchando y llevaba muy mal las gracias que yo decía, rompió la presa de súbito y, queriendo hacer la corrección fraterna, cogió un periquillo de predicarme con un hipo, como si hubiera jurado a Dios de convertir esta mí ánima pecadora, que es muy proprio de necios tener las gracias por agraz y pensar que todo donaire es aire corrupto y todo entretenimiento tiempo perdido.

Comenzó a dar voces, diciendo:

—¡Aquí de la Inquisición, que murmura de los conventos de Dios! ¡Aquí del rey, que dice mal de los monasterios reales!

Y no le faltó sino decir:

—¡Al arma, al arma, que es el cuerpo del Draque y el ánima de Luthero!

No podré ni sabré referir todas las razones que me dijo en reproche de las mías, pero diré las que mi memoria pudiere sacar al ojo de la colada.

Va de sermón.

—Hermana, si estos padres no tienen gran puerta de iglesia, es porque ni han menester mucha puerta para salir ellos, ni para que vos entréis; que lo primero les viene de su mucho recogimiento, y lo segundo de su poca codicia, tan conocida en el mundo. Y si vos no hallastes por dónde entrar, no importa, que los monarchas, emperadores, papas, reyes y príncipes hallan puerta para entrar por ella a tratallos, regalallos y estimallos. Por esa puerta han entrado y salido gentes que, con milagro conocido, han alcanzado salud del cielo en raras y estupendas enfermedades. Es puerta chica, como de castillo, porque los conventos de religiosos son castillo de sabiduría, muro de sciencia, alcázar de sabiduría, y como castillo de universal armería cristiana tiene la puerta estrecha. No me espanto que para vos no haya habido puerta, que por la tan estrecha no entran sino los que pretenden desnudarse de la camisa vieja del mal trato y vida pasada. Puertas son que, allí donde las veis, a muchos han parecido estrechas al entrar y anchurosas al salir; quiero decir, pesádoles que fuesen tan holgadas para poder salir, y al entrar no tan anchurosas cuando la gana de entrar por ellas.

No se rían del candelero, que tal candelero para tales luces de religión, y tales luces para tal candelero. Y si tiene selvajes, es una gala que para ornato divino es muy bueno; y crean que si los santos que sanan enfermos tienen en sus altares las muletas en señal de el hecho, no fuera impropriedad decir que delante de sus luces están hombres selvajes en testimonio de las bárbaras e incultas naciones que han reducido a la luz del Evangelio.

Las santas vírgines confieso que están mal puestas, mas eso es confusión de nuestra corta devoción y argumento de su pobreza, cuanto y más que es grandeza que de tal materia hayan salido hechuras de tres medios cuerpos humanos, y con poco aderezo se pudieran adornar de modo que parecieran mucho. Y otra vez, hermanas, no les acontezca hablar así de los monasterios.

Aquí paró el santo cura, que no fue poco, según había sido la carrera que había tomado. Halléme tan confusa y apretada de ver su enojo y mi inocencia, que no supe sino decirle que yo pedía a la Iglesia el otro sacramento de la extrema unción que me faltaba. Tan afligida me vi, que ya pensé que había recebido todos los demás sacramentos y sólo me faltaba luchar con el diablo.

Quiso Dios que una vecina mía, por divertir mi pena y la correncia del padre cura, salió a decir un cuento, y fue que entrando en aquel convento de que tratábamos, vio en una capilla unas bimbres atadas, con que diz que azotan a los frailes, y se llaman disciplinas, y el fraile que les enseñaba la casa, tomando la diciplina en la mano, las dijo:

—Señoras, ¿quieren colación?

Y ella respondió:

—Padre, yo ayuno, que es hoy viernes.

¡Alza, Dios, tu ira! ¡Hele aquí mi cura, otra vez mohíno! Con este tema, tornó el cura a sus alegorías, diciendo:

—Ahí verán, son unos santos, no convidan mujeres con veinte meriendas profanas, sino con diciplinas. Más quieren parecer secos, que profanos, más desamorados, que pretendientes.

Pardiez, mi vecina y yo, viendo que entablaba para otro sermón, y dejámosle dando de mano hasta que se cansó y dejó de moler.

¿No ves qué necio? ¡Miren de qué se enojó! De oírme decir gracias, como si mis donaires fueran bombardas. ¡Qué mal sabía este buen señor que no hay mejor rato que un poco de gusto!

No hay hombre discreto que no guste de un rato de entretenimiento y burla. En su manera, todas cuantas cosas hay en el mundo son retozonas y tienen sus ratos de entretenimiento: la tierra, cuando se desmorona, retoza de holgada; el agua se ríe, los peces saltan, las sirenas cantan, los perros y leones crecen retozando, y la mona, que es más parecida al hombre, es retozona; el perro, que es más su amigo, es juguetón; el elefante, que se llega más que todos al hombre, los primeros días de luna reto las flores y dice requiebros a la luna.

Lo demás que falta, dígalo doña Oliva, que libra en el gusto salud, refrigerio y vida; ¡esta sí que era discreta! Pero ya se sabe para quién no es la miel, ya se sabe qué ojos disgustan del sol. Aclárome: también y todo, ahora que no me oye el clérigo, es necesario pensar que a una mujer dice una gracia, luego es hereja. Sí, que cristianos somos, y aunque no sabemos artes ni toldogías, pero un buen discurso y una eutrapelia bien se nos alcanza, sino que estos hombres del tiempo viejo, si dan en ignorantes, piensan que no hay medio entre herejía y Ave María.

 

Aprovechamiento

 

A los santos templos, que para el santo son un despertador del alma y un incentivo de devoción, hacen la gente libre y disoluta casa de conversación y blanco de entretenimiento, cosa que por ser tan contra la honra de Cristo, morador de los templos, la castigará ásperamente. De lo cual dio indicio su Majestad Divina viviendo en esta vida mortal, pues sólo castigó por su mano a los violadores del templo, cosa digna de notar de su modestia, ¡oh, Majestad Suprema!

 


Número segundo
 
Del barbero embobado
 

Versos sueltos con fin de rima

 

Un vivo selvaje vio pintados

Ciertos selvajes que, con sus lanzones,

Ocupan un hermoso frontispicio

De unas ilustres casas que en León

Habitan los Guzmanes más famosos.

Quedó abobado sólo en ver selvajes.

Puédese decir embobado:

«No difiere lo vivo y lo pintado».

 

Bertol Araujo, que así se llamaba el malogrado del barbero que se me injirió, tenía muy poco de especulativo, y dábale notable pena verme tan escudriñadora y curiosa. Mas viendo que no me podía sacar de mi paso y que era fuerza verlo todo, me dijo:

—Señora Justina, pique esa burra, si trae con qué, o si no, déla que ande, y verá la Huerta del Rey, que es nombrada en León y está dos pasos de aquí.

Yo, como oí decir huerta de rey, pensé que era algún Aranjuez ricamente aderezado, con mucha murta, jazmín, arrayán, alhelís, mosqueta y clavellinas. En fin, huerta de rey.

¿Qué será bueno que viese yo en la Huerta del Rey? Por vida de mi gusto que, si no fueron muchos infinitos cuernos del Rastro, otra mosqueta ni mosquete, otros claveles ni clavellinas yo no vi. ¿Pues el olor? De pecinas, sangre, lodos, charcos, lechones. Era todo tan lindo, que hacía olvidar la fragrancia de los mil Aranjueces. Eran tantos y tan innumerables los cuernos que cubrían el suelo y aun mi corazón de tristeza, que verdaderamente no sé quién puede llevar en paciencia aquel estar un cuerno siempre jurándolas por la punta, la cual, por la mayor parte, está vuelta hacia la cara; y querría más ver puesto hacia mi cara un mosquete a puntería, que aquel maldito y descarado encaramiento corniculario. Esto llaman los leoneses huerta de rey, que si hay herejías contra la majestad real, esta es una. Mas soy tan dichosa, que nunca me falta quien me saque el ánima de pecado. Diréles el cuento, que es donoso.

Pinta de los pies a la cabeza un soldadillo desgarrado. Encontróme un soldadillo leonés, donosa figura. Traía un alpargate y calza de lienzo, un gregüesco de sarga, o, por mejor decir, arjado de puro roto y descosido; una ropilla fraileña, que, de puro manida, parecía de papel de estraza; un sombrero tan alicaído como pollo mojado; una capa española, aunque, según era vieja y mala, más parecía de la provincia de Picardía; un cuello más lacio que hoja de rábano trasnochado y más sucio que paño de colar tinta; una espada del cornadillo en una vaina de orillos. Era pequeño, azogado, inquieto, bullicioso y gran bachiller; otro segundo melado. Sin más ni más, se enojó en forma de ver que me reía de que llamasen a aquella huerta de rey, y hecho un león, con la espada empuñada, me dijo:

—El rey, mi señor, hizo esta huerta, y esta huerta es huerta del rey, mi señor, aunque le pese a la relamida. El rey, mi señor, es rey de España, y cuando plantó esta huerta le pareció que, para el sosiego que él había de tener en su casa, le bastaba haber unos simples sauces e alisos que aquí plantó, porque lo más del tiempo ocupaba en vencer infieles, moros y paganos. Sí, y aunque pese a quien pesare, esta es huerta de rey, mi señor.

Yo no me turbé desto, que no soy espantadiza, mas a mi burra no sé qué le tomó, que no daba paso adelante, aunque la daba palos asaz, pues no sé por qué, que yo no iba a maldecir a maldito aquel.

Visto que Bertol Araujo no respondía, y la burra no caminaba, y el soldadillo no cesaba, determiné hacerle un fiero espantavillanos, y díjele:

—Si es huerta de rey o no, no se meta el muy pícaro en eso, que si llamo a mis criados, le haré moler el colodrillo a palos.

¡Oh, cómo relampagueaba los ojos! ¡Oh, qué asas de brazos! ¡Oh, qué ademanes! Todo fue tal y tan bueno, que el soldado determinó encomendarse a San Pies y rezar la oración del buen callar llaman santo.

Ansí, noramala, ansí se han de tratar estos buscarruidos, que son como cohetes, que no hacen mal a quien los apuña y ofenden a quien dellos se desvía. ¿Qué se le daba al picarillo que yo dijese lo que quisiese? ¿Yo no tenía pagado el alquiler de mi boca por todo el día? El rey, mi señor, decía. ¡Mira quién dijo el rey mi señor! Todos somos del rey, y si tales hombres, por ser soldados, son del rey, muchas mujeres que somos soldadas, aunque mal soldadas, también somos del rey.

Concluida esta aventura, apresuré el paso, porque me sacó del mío la pesadumbre de la rencílla, y si por mí fuera, no anduviera más a caza de ver curiosidades en León, por no encontrar más uñas de león; pero como sea verdad lo que oí a un galán, galinillo, que adonde acaba el philósopho comienza el médico, parece ser que cuando yo acabé el deseo de ver curiosidades, comenzó a tenerle el barbero Bertol, mi íntimo.

Persuadíame fuésemos a San Isidro, donde están muchos reyes juntos sin baraja, que no es poco; mas yo le dije que no era amiga de ver reyes tan de por junto, y por buen arte, me escapé de que me llevase a ver las antiguallas de aquel santo monasterio. Si yo fuera muy devota, en lo que yo me había de ocupar era en ver a San Isidro de León, pues aquella casa, en reliquias preciosas, es una Jerusalén; en indulgencias, una Roma; en grandezas de edificios, un Pantheón; en religión, la anachoreta; en choro, un cielo; en el culto divino, riquezas, brocados, plata, oro, un templo de Salomón; pero como a los ojos tiernos es la luz ofensiva, también esta grandeza lo era para mí en el tiempo que mis mocedades me traían como corcho sobre el agua.

Ya soy otra. Aquí venía bien el dicho de Marioleta, si no fuera gracia insolente, la cual, para persuadir a un su sobrino en que fuese bueno, le dijo:

—Mochacho, aprende de mí, que ya soy otra, que compré un rosario, si a Dios plugo. Por señas, que aunque está enhilado en un simple hilo de seda floja, no se me quiebra, que no soy como otras traviesas que a segundo día quiebran el rosario. Noranegra, cuélguensele de un clavito, como yo hago, y así durará el rosario.

Mal cuento, peor dicho, pero peor era yo.

Fuímonos por las casas de los Guzmanes, que es paso forzoso. Estas me parecieron una gran cosa, mas bastaba ser aquellos señores del apellido del mi señor Guzmán de Alfarache, para pensar que habían de ser tales. Ahora me dicen están muy, mejorados y muy ricamente adornados los dos lienzos de casa, con ricos balcones dorados, en correspondencia de muchas rejas bajas y altas de gran coste y artificio, de lo cual resulta una gran hermosura, acompañada de una grandeza, gravedad y señorío trasordinario, anchurosas salas, aposentos ricos, vigamento precioso, cantería y labor costosa y prima. Hermosa casa a fe. Sólo me pareció mal que a una escalera le falta cosa de veinte y cinco varas de pasamano y dos o tres salseritas de blanco color para afeitar unas desvergonzadas tapias de la caja de la escalera, lo cual, por ser en parte tan notoria y común de aquella casa, hace notable fealdad, digna de enmienda.

Aquí, en ver estas cosas, se quedó abobado el barbero Bertol Araujo, aunque para esto de embobarse no había él menester apetite. Lo que a él más le cuadró fueron dos selvajes de cantería que están a los dos lados del balcón, que están sobre la portada principal, en cuyo frontispicio está un epitaphio o letrero, el cual, a dicho de los que le entienden, es tan verdadero como bravato.

El Bertol, viendo los selvajes, que eran de marca mayor, nunca acababa de repetir:

—¡Estos sí que son hombres, pesiatal!

Porque entiendan el gusto del barbero, que no supo hablar de burlas, sino con burras vivas, ni de veras, sino con selvajes pintados.

En San Marcos había él visto las figuras de muchos emperadores, capitanes, emperatrices, reinas, galanes, damas y otras mil curiosidades, y en la misma casa las había, mas nunca despegó su boca para alabar cosa ninguna, sino estos selvajes; sólo a estos dio título de hombres, y dábale gran gusto verlos tan denodados con sus lanzones.

Yo pienso que estos selvajes le cuadraron por dos razones: la una, por la conveniencia bobuna, y lo otro, porque según era animal desasociable, si a él le dejaran sangrar conforme él quisiera, sangrara las gentes con un lanzón, en la figura, traza y postura que tenían aquellos selvajes. Y con todo eso, tenía carta de examen, que, según he oído decir, el que va graduado por el que llaman daca dinero, nunca negoció mal. Vaya con Dios, que con esto se podrá decir que somos hoy día tan caritativos, que aun los bobos nos llevan la sangre del brazo, y aun con eso, mueren hoy día las gentes a humo muerto.

Yo bien dejara a mi sangrador espetado y boquiabierto a que se hartara de ensalvajar los ojos y alma con la vista de sus queridos selvajes, mas por los que nos habían visto venir juntos, y por llevar compañía de hombre, como moza honesta, le recordé del susto para que pasásemos adelante, y él, a mis ruegos, lo hizo. Verdad es que le di dos aldabadas a la boca del estómago para que recordase, y aun ahora no sé si ha acabado de mirar los selvajes. Hasta que colamos toda la calle que llaman la Herrería de la Cruz otra cosa él no hizo sino volver aquellos sus ojos a los amigos, que yo no sé cómo no se descervigó a puro torcer la cabeza, que parecía cigüeña cantora o el asno Ciprico, el cual, después que Júpiter le convirtió en hombre, siempre que oía roznar, bailaba y volvía la cabeza atrás.

Ya quiso Dios que llegamos a un mesón que está a las espaldas del palacio del Conde Fernán González, donde entonces vivían los obispos.

Consolóme ver que hubiese mesón a quien hiciese espaldas un obispo, y más yo, que tenía algunos pleitos con estudiantes.

Antes de tomar posada, le pregunté a mi camarada qué pensaba hacer y cuándo se pensaba ir a Mansilla. A lo cual me respondió que él había de comprar unas ventosas de vidrio y dos lancetas, y no sé qué listones y algunas monas, muertes y gatos para la tienda, y que comprado aquello, se pensaba partir de mañana.

Yo le dije:

—Pues, señor Araujo, si es que por la mañana se parte, todos iremos de camarada, que gusto de oírle rocinar, digo, razonar por el camino, y crea que, poco más o menos, toda la lana es pelos. No sabrá por qué lo he dicho. Dígolo, porque cuanto a habitación, conversación y recreación, Mansilla y León para en uno son.

Con esta determinación, entramos en el mesón yo y Perantón.

 

Aprovechamiento

 

Las mujeres dadas a vano gusto no le tienen en mirar cosas honrosas y de autoridad.